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—Tal vez fuese así hace diez mil años —replicó la reina—, pero los señores que reclaman el derecho de pernada hoy en día ya no son héroes. No habéis oído a esas mujeres hablar de ellos; yo, sí. Hombres viejos, gordos, crueles, sifilíticos, violadores, babosos, cuajados de costras, con cicatrices, con ampollas; señores que hace medio año que no se lavan, con el pelo grasiento y cuajado de piojos. Esos son vuestros poderosos hombres. Escuché a las jóvenes, y ninguna se había sentido bendecida.
y Alyssa Targaryen quedó encinta. En el 77 d. C. dio a su valeroso príncipe un hijo al que llamaron Viserys.
El norteño Roderick Dustin se rio ante tales palabras, y luego repuso: —A eso venimos. Ha llegado el invierno. Es hora de irnos. No hay mejor modo de morir que espada en mano.
Ni una palabra de despedida intercambiaron el hombre y la doncella, pero cuando el Ladrón de Ovejas sacudió las pardas alas coriáceas y ascendió a los cielos del alba, Caraxes alzó la cabeza y emitió un grito que estremeció todas las ventanas de la Torre de Jonquil. Muy arriba, sobre la ciudad, Ortiga hizo girar el dragón hacia la bahía de los Cangrejos y desapareció en la bruma matutina para no volver a ser vista ni en la corte ni en castillo alguno.
Fue el vigesimosegundo día de la quinta luna del año 130 d. C. cuando los dragones danzaron y murieron sobre el Ojo de Dioses. Daemon Targaryen tenía cuarenta y nueve años; el príncipe Aemond tan solo había cumplido los veinte. Vhagar, el mayor dragón de los Targaryen desde el fallecimiento de Balerion, el Terror Negro, había vivido ciento ochenta y un años en esta tierra. Así murió la última criatura de los tiempos de la Conquista de Aegon, tal como el ocaso y la oscuridad engulleron la sede maldita de Harren el Negro.
Sin embargo, cerca hubo tan pocos testigos que pasaría algún tiempo hasta que se difundiese la noticia de la batalla final del príncipe Daemon.
En un burdel de la calle de la Seda, las meretrices coronaron a su propio rey, un niño muy rubio de cuatro años llamado Gaemon, al parecer bastardo del desaparecido rey Aegon, el segundo de su nombre.
Shrykos
Morghul,
Tyraxes, el dragón del príncipe Joffrey, se retiró a su guarida, nos
Fuegoensueño
Rhaenyra Targaryen, la Delicia del Reino y la Reina del Medio Año, abandonó este valle de lágrimas el vigesimosegundo día de la décima luna del año 130 después de la Conquista de Aegon. Contaba treinta y tres años.
El séptimo día de la séptima luna del centésimo trigésimo primer año después de la Conquista de Aegon, una fecha que se considera consagrada a los dioses, el Septón Supremo de Antigua pronunció los votos matrimoniales cuando el príncipe Aegon el Menor, hijo mayor de la princesa Rhaenyra y su tío, el príncipe Daemon, se desposó con la princesa Jaehaera, hija de la reina Helaena y su hermano, el rey Aegon II, con lo que volvieron a unirse las dos ramas rivales de la casa Targaryen y se puso fin a dos años de traiciones y masacres.
La Danza de los Dragones había concluido; empezaba el melancólico reinado del rey Aegon III Targaryen.
Aegon, cuarto hijo de Rhaenyra Targaryen y mayor de los tenidos por esta con el príncipe Daemon Targaryen, su tío y segundo esposo, subió al Trono de Hierro en el 131 d. C. y reinó durante veintiséis años, hasta su muerte por tisis en el 157 d. C.
«El Norte recuerda»,
lord Cregan Stark, Mano del Rey aún incoronado, declaró a lord Velaryon y lord Strong culpables de asesinato, regicidio y alta traición, y sentenció que pagaran sus crímenes con la muerte.
Aegon no solo accedió a perdonar la vida a la Serpiente Marina, sino que llegó más lejos y le restituyó sus cargos y honores, incluido el puesto en el consejo privado. Sin embargo, el príncipe no tenía sino diez años, y aún no era rey. Los decretos de su alteza, todavía sin coronar ni ungir como monarca, no tenían peso legal. Incluso después de la coronación seguiría estando sujeto a un regente o a un consejo de regencia hasta cumplir los dieciséis años.
—Por mí, entonces —dijo Aly la Negra—. Concédeme esto y nunca te pediré nada más. Hazlo y sabré que eres tan sabio como fuerte, tan amable como feroz. Concédeme esto y te daré cualquier cosa que me pidas. —Champiñón dice que lord Cregan frunció el ceño al escucharlo. —¿Y si te pido la virginidad? —No puedo darte lo que no poseo, mi señor; la perdí a los trece años en la silla de montar. —Algunos dirían que desperdiciaste en un caballo un don que por derecho debería pertenecer a tu futuro esposo. —Algunos son idiotas —respondió Aly la Negra—. Y era un buen caballo, mejor que la mayoría de los
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Por fin terminaron los rezos y lord Cregan Stark desenvainó a Hielo, el mandoble valyrio que era el orgullo de su casa, pues la costumbre del salvaje Norte imponía que el hombre que dictaba la sentencia empuñara también la espada, de modo que la sangre de los condenados quedase únicamente en sus manos.
Ya sea un gran noble o un verdugo vulgar, rara vez ha habido un hombre que afrontase tantas ejecuciones como Cregan Stark aquella mañana bajo la lluvia, y aun así acabó en un santiamén.
«No, mi señor. Iré a un infierno más cálido, si os place. Pero tengo una última petición: cuando muera, cortadme el pie contrahecho con esa gran espada vuestra. Lo he arrastrado toda la vida; permitid que al menos me deshaga de él en la muerte». Lord Stark se lo concedió.
Así murió el último Strong, y una casa antigua y altiva llegó a su fin.
Quince días después, Alyn Velaryon y Baela Targaryen contraían matrimonio en el septo de Rocadragón. La novia tenía dieciséis años; el novio, casi diecisiete.
Habían muerto tantos señores, grandes y menores, durante la Danza de los Dragones, que la Ciudadela denomina acertadamente a este período «el Invierno de las Viudas». Nunca en toda la historia de los Siete Reinos, ni antes ni después, hubo tantas mujeres a cargo de tanto poder y gobernando en el lugar de sus esposos, hermanos y padres fallecidos, pues sus hijos aún estaban en pañales o mamando. Muchas de sus historias se recogieron en la monumental obra del archimaestre Abelon Cuando gobernaron las mujeres: Las damas de las postrimerías.
«Si bebía suficiente vino, razoné, no me daría cuenta de que caía enfermo, y cualquier idiota sabe que lo que no se conoce no puede hacer daño.»
Al sacar de Desembarco del Rey tres cuartas partes del oro de la Corona, en su calidad de consejero de la moneda, Tyland Lannister había abonado el terreno para la caída de la reina Rhaenyra; un golpe de ingenio que en última instancia le costaría a él los ojos, las orejas y la salud, y a la reina, el trono y hasta la vida. Pero es obligado decir que, como Mano, sirvió bien y con fidelidad al hijo de Rhaenyra.
«Cada vez que veo como ejecutan a un hombre me gusta hacerme después con una jarra y una mujer, para recordar que aún estoy vivo».
Lady Baela estaba hinchada por el embarazo; lady Rhaena, demacrada y esquelética por el aborto sufrido, pero pocas veces habían parecido tanto ser la misma mujer. Ambas vestían de suave terciopelo negro, con gargantilla de rubíes y el dragón de tres cabezas de la casa Targaryen bordado en la capa.
«Hermano —dijo lady Rhaena a Aegon—, tenemos el placer de traeros a vuestra nueva reina.» Su señor esposo, ser Corwyn Corbray, condujo a la niña hacia delante. Una exclamación de sorpresa colectiva se elevó en el salón. «Lady Daenaera de la casa Velaryon —tronó el heraldo, un poco ronco—, hija del fallecido y llorado Daeron de esa misma casa y su señora esposa, Hazel de la casa Harte, también fallecida. Pupila de lady Baela de la casa Targaryen y de Alyn Puño de Roble de la casa Velaryon, lord almirante, amo de Marcaderiva y Señor de las Mareas.»
El primer presagio de la oscuridad que se avecinaba se presenció en Marcaderiva, cuando eclosionó el huevo de dragón que habían regalado a Laena Velaryon por su nacimiento. El orgullo y el regocijo de sus padres pronto se tornaron ceniza: la criatura que salió retorciéndose del cascarón era una monstruosidad, un gusano de fuego sin alas, blanco como una larva y ciego. Instantes después de nacer, se lanzó contra el bebé con quien compartía cuna y le arrancó un pedazo de brazo. Al oír el grito de Laena, lord Puño de Roble le arrancó el «dragón», lo tiró al suelo y lo despedazó.
Allá en las alturas, una noche que lord Robert y sus hombres estaban apiñados en torno a sus hogueras, ocurrió lo inconcebible: avistaron la boca de una cueva en las laderas que dominaban el camino, y una docena de hombres treparon hasta ella para comprobar si podía servirles de refugio para resguardarse del viento. Deberían haberse parado a reflexionar a la vista de los huesos esparcidos a la entrada, pero continuaron… y despertaron a un dragón.
Dieciséis hombres perecieron en la lucha que siguió, y más de medio centenar sufrió quemaduras antes de que la furiosa bestia parda remontara el vuelo y se adentrara en las montañas con «una mujer cubierta de harapos montada en el lomo». Ese es el último avistamiento confirmado y registrado en los anales de Poniente del Ladrón de Ovejas y Ortiga, su jinete, aunque los salvajes de las montañas siguen contando historias de una «bruja de fuego» que una vez moró en un valle oculto, apartado de cualquier camino o aldea.

