De niños, Richard y yo habíamos pasado incontables horas entre la chatarra, saltando de un coche destrozado a otro, saqueando algunos, dejando otros. Había sido el telón de fondo de un millar de batallas imaginarias: entre demonios y brujos, hadas y geniecillos, troles y gigantes. De pronto cambió. Dejó de ser el patio de juegos de mi infancia para adquirir su propia realidad, cuyas leyes físicas eran misteriosas y hostiles.

