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entonces caí en la cuenta: la abuela era la única persona que habría entendido lo que me pasaba. Que la paranoia y el fundamentalismo troceaban mi vida, que me apartaban de aquellos a quienes quería y dejaban en su lugar diplomas y licenciaturas (un aire de respetabilidad). Lo que ocurría ya había sucedido antes. Era la segunda ruptura entre madre e hija. La cinta reproducía en bucle la misma película.
Los hermanos la llamábamos Ojos de Mapache. Nos pareció una ocurrencia muy divertida cuando ya llevaba varias semanas con los
círculos negros, tiempo suficiente para que nos acostumbráramos a ellos y los convirtiéramos en objeto de chistes. No teníamos ni idea de que era una expresión médica. Ojos de mapache. Un signo de una lesión cerebral grave.
Por lo que a mí respecta, no culpé a nadie del accidente, y menos aún a Tyler. Pensé que eran cosas que pasaban. Al cabo de una década cambiaría mi forma de verlo, como parte de mi salto a la edad adulta, y más tarde el accidente me recordaría siempre a las apaches y las decisiones que contribuyen a forjar una vida: las decisiones que las personas toman, juntas o por su cuenta, y que se conjugan para producir un único hecho. Granos de arena, incontables, que se aplastan para formar sedimento y luego roca.
De niños, Richard y yo habíamos pasado incontables horas entre la chatarra, saltando de un coche destrozado a otro, saqueando algunos, dejando otros. Había sido el telón de fondo de un millar de batallas imaginarias: entre demonios y brujos, hadas y geniecillos, troles y gigantes. De pronto cambió. Dejó de ser el patio de juegos de mi infancia para adquirir su propia realidad, cuyas leyes físicas eran misteriosas y hostiles.
Mi madre siempre había afirmado que podíamos ir a la escuela si queríamos. Tan solo teníamos que pedir permiso a papá, decía. Luego podríamos ir. Sin embargo, no pedí permiso. En la severidad del rostro de mi padre, en el suspiro quedo de súplica que exhalaba todas las mañanas antes de comenzar la plegaria de la familia, había algo que me inducía a creer que mi curiosidad era una obscenidad, una ofensa a cuanto él había sacrificado para criarme. Me
Si yo no podía bajar a encender la luz, Richard se acercaba el libro a la nariz y leía a oscuras; tantas ganas tenía de leer. Tantas ganas tenía de leer la enciclopedia.
Visto en perspectiva, me doy cuenta de que esa fue mi educación, la importante: las horas que pasé sentada a un escritorio prestado esforzándome por descomponer y analizar las rígidas corrientes de la doctrina mormona a imitación del hermano que me había abandonado. Estaba adquiriendo una aptitud fundamental: la paciencia para leer lo que aún no entendía.
No había aprendido a hablar con quienes no eran como nosotros, es decir, con quienes iban a la escuela y al médico. Con quienes no se preparaban a diario para el Fin del Mundo.
Esa persona era Shawn, y yo lo miraba pero no lo veía. Ignoro qué veía —qué ser creé a partir de aquel acto violento y compasivo—, aunque me parece que veía a mi padre, o quizá a mi padre como habría deseado que fuera: el defensor que yo anhelaba, un paladín ideal que no me metería de lleno en una tormenta y que me curaría si resultaba herida.
—Hay un mundo ahí fuera, Tara. Y lo verás de un modo muy diferente en cuanto papá deje de susurrarte al oído su punto de vista sobre él.
Empezaba a comprender que habíamos prestado nuestra voz a un discurso cuyo único objetivo era deshumanizar y dar un trato brutal a otras personas, porque alimentar ese discurso era más fácil, porque retener el poder siempre parece la opción ganadora.
No tenía el vocabulario que tengo ahora. Sin embargo, me di cuenta de esto: de que me habían llamado Negrata un millar de veces y yo me había reído, y de que ya no me reía. La palabra y el modo en que la pronunciaba Shawn no habían cambiado; mis oídos, sí.
Sus voces eran persuasivas, enfáticas, categóricas. No se me había ocurrido pensar que la mía podía ser igual de fuerte que las suyas.
«Es extraño que des a tus seres queridos tanto poder sobre ti», había escrito en mi diario. No obstante, Shawn tenía más poder sobre mí del que era capaz de imaginar. Me había proporcionado una definición de mí misma, y no existe un poder mayor que ese.
lo que una persona conoce sobre el pasado se limita, y siempre se limitará, a lo que otros le cuentan.
De mi padre había aprendido que los libros o se adoraban o se prohibían. Los libros de Dios —los escritos por los profetas mormones o por los padres fundadores de Estados Unidos— no debían estudiarse, sino valorarse, como algo perfecto en sí mismo. Me había enseñado a leer las palabras de Madison y hombres similares como un molde en el que debía verter la escayola de mi mente, para que se conformara según el contorno de aquel modelo impecable. Los leía para aprender lo que debía pensar, no para pensar por mí misma. Los libros que no eran de Dios estaban prohibidos; impactantes e irresistibles
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La persona en que te conviertas, la persona que llegues a ser, es quien siempre has sido. Ha estado en ti desde el principio.
«Es increíble que antes creyera todo esto sin el menor recelo —escribí—. El mundo entero se equivocaba; solo papá tenía razón.»
libertad positiva equivale al autodominio, al gobierno de uno mismo por sí mismo. Que tener libertad positiva significa tomar el control de la mente; liberarse de los miedos y creencias irracionales, de las adicciones, las supersticiones y otras formas de autocoacción.
Emancipaos de la esclavitud mental Nadie salvo nosotros puede liberar nuestra mente
«¿Quién iba a decir que tendríamos que enviarte a Cambridge para que acabaras en la cocina, que es donde debes estar?», exclamaba.
No era el color de una urbe moderna, de acero, cristal y hormigón. Era el color del ocaso.
Solo alcancé a imaginar la escuela como la sentía en ese momento, como una especie de museo, un vestigio de la vida de otra persona.
Durante dos días exploramos Roma, una ciudad que es al mismo tiempo un fósil y un organismo vivo.
parecía que la ciudad entera debería estar tras un cristal, para que se la adorara desde cierta distancia, sin tocarla, sin alterarla.
mientras nos desplazábamos de un vestigio a otro, hablaban de filosofía, de Hobbes y Descartes, de Tomás de Aquino y Maquiavelo. Se producía una especie de simbiosis en su relación con esos lugares espléndidos: daban vida a la arquitectura antigua al convertirla en el escenario de su discurso, al negarse a rezar ante su altar como si fuera algo muerto.
Durante el resto de la semana sentí Roma igual que ellos: como un lugar lleno de historia, pero también de vida, comida, tráfico, conflictos y estruendo. La ciudad ya no era un museo; me parecía tan viva como Buck’s Peak. La piazza del Popolo. Las termas de Caracalla. El Castel Sant’Angelo. En mi mente esos sitios se volvieron tan reales como la Princesa, el vagón rojo y la Cizalla. El mundo que representaban, un mundo de filosofía, de ciencia, de literatura —toda una civilización—, adquirió una vida que era distinta de la que yo había conocido. En la Galería Nacional de Arte Antiguo me detuve
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Siguió una pausa, tras la cual aparecieron las palabras…, palabras que ignoraba que necesitara oír, aunque al verlas comprendí que las había buscado toda mi vida. «Eras mi niña. Tendría que haberte protegido.»
Esa mujer dócil poseía una fortaleza que los demás no podíamos ni prever. En cuanto a papá… Había cambiado. Se había vuelto más afable, más dado a la risa. El futuro podía ser diferente del pasado. Incluso el pasado podía ser distinto del pasado, puesto que mis recuerdos podían cambiar: ya no recordaba a mi madre en la cocina, escuchando, mientras Shawn me inmovilizaba en el suelo y me apretaba la tráquea. Ya no la recordaba mirando hacia otro lado. Mi vida en Cambridge se transformó…, o, mejor dicho, yo me transformé en una persona que creía pertenecer a Cambridge.
La vergüenza que me había inspirado mi familia me abandonó casi de la noche a la mañana.
Les conté que había sido pobre y que había sido una ignorante, y al contarlo no experimenté ni el más leve aguijonazo de vergüenza.
El pasado era un fantasma, inconsistente, incapaz de despertar sentimientos. Solo el futuro tenía peso.
Todo aquello por lo que había trabajado y todos los años de estudio habían tenido el objetivo de permitirme adquirir un único privilegio: el de ver y experimentar más verdades que las que mi padre me brindaba, y aprovecharlas para construir mi propio pensamiento.
Si cedía, perdería algo más que una discusión. Perdería la custodia de mi pensamiento.
Lo que pasa con las depresiones nerviosas es que, por muy evidentes que sean, nunca lo son para quienes las sufren. «Estoy bien —nos decimos—. Y qué más da que ayer viera la tele veinticuatro horas seguidas. No es que esté mal. Es que tengo pereza.» No sé bien por qué preferimos considerarnos perezosos antes que pensar que estamos angustiados. El caso es que nos parece preferible. Más que preferible: vital.
En enero, casi diez años después de que hubiera puesto por primera vez los pies en un aula, en la BYU, recibí la confirmación de la Universidad de Cambridge: era oficialmente la doctora Westover. Me había construido una vida nueva, y además feliz, pero experimentaba un sentimiento de pérdida que iba más allá de la familia. Había perdido Buck’s Peak, no al marcharme, sino al marcharme en silencio. Me había retirado, había huido al otro lado del océano y había permitido que mi padre contara mi historia por mí, que me definiera ante todas las personas que yo conocía. Había cedido demasiado
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De niña esperaba desarrollar mi mente, acumular experiencias y consolidar mis decisiones para tomar forma hasta adquirir la imagen de una persona. Esa persona, o esa imagen de una persona, tenía un sentimiento de pertenencia. Yo era de la montaña, de la montaña que me había creado. Solo con el paso de los años me pregunté si acabaría como había empezado, es decir, si la primera forma que una persona toma es su única forma verdadera.
embargo, lo que se ha interpuesto entre mi padre y yo no es solo el tiempo y la distancia. Es un cambio de ser. No soy la niña a la que crio, pero él sí es el padre que la crio.
—por muy ilustre que fuera mi educación y por mucho que hubiera cambiado mi aspecto—, yo seguía siendo ella. En el mejor de los casos, era dos personas, una mente fracturada. Ella estaba dentro de mí y salía cada vez que yo trasponía el umbral de la casa de mi padre.
Aquella noche la llamé y no contestó. Me abandonó. Se quedó en el espejo. Las decisiones que tomé a partir de entonces no fueron las que ella habría tomado. Fueron las de una persona cambiada, las de un ser nuevo. El desarrollo de un nuevo yo. Podéis llamarlo transformación. Metamorfosis. Falsedad. Traición. Yo lo llamo una educación.

