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«El problema es que las historias de los niños siempre llegan como revueltas, llenas de interferencia, casi tartamudeadas. Son historias de vidas tan devastadas y rotas, que a veces resulta imposible imponerles un orden narrativo».
Supe luego que los que se van empiezan a recordar su lugar de origen como si estuvieran viendo el mundo a través de una ventana durante el mero culo del invierno
Los que llegamos aquí, empezamos, de forma inevitable y quizá irreversible, a querer formar parte del gran teatro de la pertenencia».
Tras pasar seis meses aclimatándose a la vida en el rudo barrio de Hempstead, en Nueva York, un niño hondureño le cuenta a Luiselli lo que ha aprendido hasta el momento: «Hempstead es un hoyo de mierda lleno de pandilleros, igual que Tegucigalpa».
No es tanto el sueño americano en abstracto lo que los mueve, sino la más modesta pero urgente aspiración de despertarse de la pesadilla en la que muchos de ellos nacieron.
El cuestionario de admisión para los niños indocumentados, en cambio, es frío y pragmático. Está escrito como en alta resolución y es imposible leerlo sin sentir la creciente certidumbre de que el mundo se ha vuelto un lugar mucho más jodido.
Todos llegaron buscando algo o a alguien. ¿Buscando qué? ¿Buscando a quién? El cuestionario no hace esas otras preguntas. Pero pide detalles precisos: «¿Cuándo entraste a los Estados Unidos?».
Me pregunto de qué conversaron mientras manejaban los ochenta kilómetros al norte, hacia Oracle, y si escogieron un pedacito de sombra para poder sentarse cómodamente y sacar sus pancartas: «Ilegal es un crimen». ¿Anotaron en su calendario la frase «Manifestación contra ilegales» a un lado de «Misa» y justo antes de «Bingo»?
puro. Las palabras que alguna vez se usaron a la ligera y con cierta irresponsabilidad pueden, de pronto, transformarse en algo venenoso y tóxico: aliens.
Las preguntas cinco y seis del cuestionario son: «¿Qué países cruzaste?» y «¿Cómo llegaste hasta aquí?». A la primera, la mayoría responde «México», y otros también
incluyen «Guatemala», «El Salvador», y «Honduras», dependiendo de dónde haya empezado el viaje. A la segunda pregunta, con una mezcla de orgullo y horror, la mayoría dice: «La Bestia».
Más de medio millón de migrantes mexicanos y centroamericanos se montan cada año a los distintos trenes que, conjuntamente, son conocidos como La Bestia. Por supuesto, no hay servicio para pasajeros en esos trenes, así que las personas se montan encima de los desvencijados carros de carga rectangular...
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«Entra uno vivo, sale uno momia», se suele decir sobre La Bestia. Algunas personas la comparan con un demonio, otras con una especie de aspiradora que, desde abajo, si te distraes, te chupa hacia el fondo de las entrañas metálicas del tren. Pero la gente decide, no obstante los peligros, correr el riesgo. Tampoco es que tengan muchas alternativas.
Y como no vamos a contradecir a nadie que carga una placa, una pistola, y un repertorio de burlas desdeñosas, decimos nomás:
Yes, sir.
¿Porque cómo se explica que nunca es la inspiración lo que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad? Cómo decir: No, no encontramos ninguna inspiración aquí; encontramos un país tan hermoso como roto, y dado que estamos viviendo en él, estamos igualmente un poco rotos y avergonz...
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Violaciones: el 80 % de las mujeres y niñas que cruzan el territorio mexicano para llegar a la frontera con Estados Unidos son violadas en el camino. Las violaciones son tan comunes que se dan por hecho, y la mayoría de las adolescentes y adultas toman precauciones anticonceptivas antes de empezar el viaje hacia el norte.
Existen, también, historias particulares redentoras. Están, por ejemplo, Las Patronas, en Veracruz,
Están, también, los muchos albergues que dan cobijo y comida a los migrantes a lo largo de su ruta por México –el más conocido de ellos, Hermanos en el Camino, dirigido por el padre Alejandro Solalinde.
México está deportando centroamericanos masivamente, sin respetar su derecho al debido proceso.
En el año 2015, México deportó a más de 150 mil migrantes provenientes del Triángulo del Norte. El Programa Frontera Sur es el nuevo videojuego de realidad aumentada de nuestro gobierno, donde gana el gañán que caza más migrantes.
Se sabe, por ejemplo, de los civilian vigilantes y dueños de ranchos privados, que salen literalmente a cazar indocumentados –no se sabe si por convicción o por mero deporte.
«huesos en el desierto»
Porque no podemos permitir que se sigan normalizando el horror y la violencia.
De algún modo, la arquitectura laberíntica del edificio replica el laberinto legal del proceso de inmigración de Estados Unidos.
Nadie en esas tres esferas –los medios, la política, la ley– sitúa la discusión en donde hay que situarla; nadie trata de extender la noción misma de una «crisis» hacia sus raíces más profundas y remotas; y nadie, ni por asomo, sugiere que haya una responsabilidad compartida –transnacional– en los orígenes del problema ni, por ende, que se deba pactar una solución real para los destinos de esos niños.
Obtener permiso para permanecer en suelo estadounidense podrá ser una «recompensa» insuficiente para la víctima de un crimen, pero al menos es mejor que el derecho a una fosa común en Tamaulipas o Veracruz –que, siendo honestos, es el permiso de residencia permanente más común que México garantiza de facto –o casi– a los migrantes de Centroamérica.
Lo cierto es que al sur del río Bravo somos críticos feroces de Estados Unidos y su maltrato a los migrantes y, aunque casi siempre tenemos buenas razones para serlo, somos bastante más laxos e incluso autoindulgentes, a la hora de juzgar las políticas migratorias mexicanas y el trato general que México le da a los inmigrantes, sobre todo si son centroamericanos.
Contar historias no sirve de nada, no arregla vidas rotas. Pero es una forma de entender lo impensable.
Las historias de los niños perdidos son la historia de una infancia perdida. Los niños perdidos son niños a quienes les quitaron el derecho a la niñez. Sus historias no tienen final. Lo más probable es que la historia de las dos niñas de los vestidos, por ejemplo, nunca salga del
archivo y se convierta en un «caso». Son muy pequeñas, y aun si tuvieran un relato para justificar una intervención legal a su favor, no cuentan con la...
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Está contento, dice, pero tampoco la conoce bien. Siempre fue una voz en el teléfono, y nada más eso. Una voz que hablaba para preguntar cómo iban todos y si les había llegado el dinero mensual.
Pregunta treinta y cinco; pregunta treinta y seis: ¿Has tenido problemas con el gobierno de tu país alguna vez? ¿Si sí, qué pasó? ¿Con mi gobierno? Ponle ahí en tu libreta que no hacen nada por nadie como yo, que ése es el problema.
Sí, cuidarlas, porque Hempstead es un hoyo de mierda lleno de pandilleros, igual que Tegucigalpa.
Los niños que cruzan México y llegan a la frontera de Estados Unidos no son «migrantes», no son «ilegales», y no son meramente «menores indocumentados»: son refugiados de una guerra y, en tanto tales, tienen derecho al asilo político.
No sé si a la larga sea más barato o más caro, pero supongo que le resulta más conveniente a los gobiernos de México y Estados Unidos invertir millones de dólares y de pesos en operativos militares, muros y drones para evitar el paso de «niños ilegales» que asumir la responsabilidad de integrar a «niños refugiados» en su sociedad.
¿Por qué arriesgamos la vida para venir a este país? ¿Por qué y para qué migraron, si, como en una pesadilla circular, vinieron a encontrarse aquí, en sus nuevas escuelas, sus nuevos barrios, sus nuevas calles, con algunas de las mismas circunstancias de las que habían tratado de huir?
En Estados Unidos, quedarse es un fin en sí mismo y no un medio: quedarse es el mito fundacional de esta sociedad. En eso nos parecemos todos los que llegamos, sin importar nuestras condiciones previas y circunstancias actuales: todos abrevamos en las aguas de ese mito. Los que llegamos aquí, empezamos, de forma inevitable y quizá irreversible, a querer formar parte del gran teatro de la pertenencia.
Vamos desaprendiendo el sistema métrico universal para poder empezar a comprar jamón cocido por libra. Vamos aceptando que la temperatura en que las cosas se congelan no son los cero grados Celsius, sino los treinta y dos Fahrenheit. Me pregunto si todos terminan, en un Thanksgiving –o «San Givin», como se dice en mi barrio– celebrando a esos «pilgrims» que con todo y sus capuchitas ridículas exterminaron a los indios americanos. Me pregunto si todos los que fuimos «aliens» acabamos un día celebrando el «Veteran’s Day», el día de los veteranos de guerra –muchos de los cuales son veteranos en
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Fuentes: La Bestia. Miami: Venevision International, 2011 (Documental); Rodrigo Dominguez Villegas, «Central American Migrants and “La Bestia”: The Routes, Dangers, and Government Responses», Migration Policy Institute, 10 de septiembre de 2014.
Fuente: Eleanor Goldberg, «… 80 % Of Central American Women, Girls Are Raped Crossing Into The U.S.», Huffington Post, 12 de septiembre de 2014.