Solenoide

by Mircea Cărtărescu

Yo tomaba asiento y permanecía también inmóvil, gran parte de la noche, en mi banco, como los demás individuos de la sala, con la mirada perdida y dando un respingo cada vez que se abría una de las cuatro puertas. La luz era demasiado mortecina para poder siquiera leer. Y no había nada que hacer aparte de hundirte en ti mismo, procurando sofocar cualquier idea sobre lo que vendría a continuación. De hecho, siempre esperabas que sucediera algo terrorífico y providencial, que en cualquier momento hubiera un terremoto que destruyera el edificio, que se te parara el corazón o que llegara el fin del mundo, cualquier cosa con tal de no tener que entrar allí dentro. Finalmente, sin embargo, la puerta se abría también para ti. En el umbral aparecía, primero, un paciente con los ojos desorbitados apretando entre los dientes una gasa ensangrentada, y tras él, apremiándolo con tanta urgencia que el paciente echaba a correr escaleras abajo, se presentaba un médico de manos peludas, con su nombre burdamente escrito con hilo amarillo en el bolsillo de la bata. «El siguiente», decía, sin mirar a los de los bancos, sino mirando al frente, como si fuera ciego. Y el siguiente era yo. ¿Por qué había cuatro puertas si todas daban a la misma consulta en la que, como cuatro elefantes sentados uno junto a otro en la arena del circo, esperaban cuatro macizos, implacables y complicados sillones de dentista de un metal denso, mate, pintado de blanco, cargados de atroces instrumentos? ¿Para qué serv...