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«Pero no importa... Necesitamos niños, criaturas... Tenga un hijo... Tenga dos hijos... Cásese... O no se case... Viva con una mujer... No viva con una mujer... No ame a una mujer... Pero acuéstese con una mujer y fecunde sus entrañas, porque necesitamos hijos... El país necesita hijos, la humanidad necesita hijos... No importa que parte de esos hijos mueran. Alguno suyo o del otro, o de la otra, sobrevivirá y se educará o no se educará, tendrá trabajo o no tendrá trabajo, tendrá un hogar o no lo tendrá, será feliz o no será feliz, pero no importa. [...] Hijos, sí, hijos, para el sufrimiento,
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Y así las mujeres-madre tienen más derechos pero también más deberes, y más presencia pública mientras en el ámbito privado se les exige también más que nunca.
Con asombrosa simetría en todo el mundo y en todos los tiempos, acabada la refriega en curso, las mujeres eran devueltas a casa sin haber logrado ninguna libertad.
El servicio materno obligatorio como única contribución cívica de la mujer. La maternidad: una consigna a prueba de revoluciones, un dogma contrarrevolucionario.
«el opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los propios oprimidos».
Y con esto quiere decir que ese ideal femenino es más difícil de erradicar que las precarias condiciones materiales que someten todavía a las mujeres inglesas que acaban de recuperar el derecho de propiedad y el control de su dinero dentro del matrimonio.
Tras bambalinas la Jelinek parece elucubrar que las mujeres de la clase media ascendente podrán quejarse de ángeles esperpénticos y místicas patriarcales, pero que si no se atacan primero las bases de la estructura económica (esos pilares de la sociedad que subtitulan su obra), si no se entiende el problema de las mujeres como parte de un sistema de explotación de clase, no se llegará a ningún lugar sino de vuelta a la misma casa de la que se partió, con el mismo marido un poco más pelado, gordo y gruñón, los mismos hijos llorones y malcriados.
Todo lo que las proletarias entienden es que la estructura abusiva de la fábrica es aún peor que la explotación de una casa que para ellas nunca ha sido de muñecas: al menos en esas casas existe el amor de los hijos, o su ilusión.
Esos discursos ideológicamente poderosos, pero económica y legalmente insustanciales, corren una velada cortina sobre la difícil realidad que se oculta detrás: la enorme desolación de la madre que se queda en casa y la creciente culpabilización de la que logra salir. Y la frustración de ambas por no saber convertir el hartazgo, la infelicidad, la ira, en formas de acción política que logren socializar la tarea de la crianza.
en una sociedad que pone siempre al individuo primero, la maternidad es un desafío y una verdadera contradicción.
ellas siguen rodeadas hoy de una multiplicidad de voces discordantes, voces que las sobrevuelan, mareándolas, llenando sus cabezas de deseos contradictorios que les impiden prestar atención a lo que encubren sus ominosos mensajes.
soledad materna que consiste —me parece— en el profundo aislamiento en el que viven las atareadas madres de hoy: su alienación, su escasa conciencia de derechos cada vez más recortados, su insuficiente manifestación ciudadana, su casi nula incidencia en políticas públicas que las tomen en serio y valoren su aporte en contante y sonante.
«si la familia tiene superioridad moral sobre cualquier otro ámbito en el discurso público», cómo es que «no se le da prioridad política con medidas que verdaderamente concilien lo laboral y lo doméstico».
tampoco los horarios escolares son compatibles con los laborales pese a que la situación económica de la familia se transformó hace más de un siglo.
el Estado reproduce con sus políticas la asimetría histórica de los géneros centrándose en el bien de los hijos, responsabilizando de todo, todo, todo, a sus madres y haciendo retroceder —¡una vez más, en pleno siglo XXI!—, haciendo retroceder, repito, a la mujer al rol tradicional de lo materno en el que conspiran todos los discursos ya mencionados.
Es en estas democracias donde se halla el verdadero nudo de la contradicción actual, porque el sistema de producción capitalista de dichas democracias requiere del mal pagado trabajo femenino y de su sacrificio materno para funcionar. El sistema capitalista de hecho cuenta con la explotación de las mujeres para su sostén, cuenta con que una parte importante de su producción sea gratuita.
Esto es lo único que la familia y la madre pueden asegurarle al hijo: aquella educación de calidad que ya prácticamente ningún Estado ofrece de manera gratuita. Que ya ningún Estado le ofrece a la totalidad de sus ciudadanos.
El hijo entonces no es ya sólo un hijo o una hija, es una proyección del éxito o fracaso de la familia; es, en sí mismo, un proyecto.
Y hay que, ¡hay que...! ¡Ay, ay! ¿Qué más hay? Todo y más, porque el hijo es esa cosa delicada y feroz que la madre debe procurar no echar a perder.
Esa raza de hijos ya no es nuestra, sino más bien el instrumento que la sociedad ha creado para censurar como nunca nuestra libertad. Ya no somos los adultos que fuimos, sino los diligentes servidores de estos pequeños seres premunidos de derechos bajo la tutela del Estado y sus instituciones: sus gobernantes y políticos, sus juristas, sus médicos, sus incautas maestras y las abuelas.

