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A ambos los leí yo en aquellos años y desde entonces La sociedad abierta y sus enemigos y Camino de servidumbre se convirtieron para mí en libros de cabecera.
El «espíritu tribal», fuente del nacionalismo, ha sido el causante, con el fanatismo religioso, de las mayores matanzas en la historia de la humanidad.
Por eso había sido izquierdista y comunista en mis años mozos; pero, en la actualidad, nada representaba tanto el retorno a la «tribu» como el comunismo, con la negación del individuo como ser soberano y responsable, regresado a la condición de parte de una masa sumisa a los dictados del líder, especie de santón religioso de palabra sagrada, irrefutable como un axioma, que resucitaba las peores formas de la demagogia y el chauvinismo.
El conservadurismo y el liberalismo son cosas diferentes, como lo estableció Hayek en un ensayo célebre. Lo cual no quiere decir que no haya entre liberales y conservadores coincidencias y valores comunes, así como los hay también entre el socialismo democrático —la socialdemocracia— y el liberalismo.
Entre los liberales, lo demuestran los que figuran en estas páginas, hay a menudo más discrepancias que coincidencias.
El liberalismo es una doctrina que no tiene respuestas para todo, como pretende el marxismo, y admite en su seno la divergencia y la crítica, a partir de un cuerpo pequeño pero inequívoco de convicciones. Por ejemplo, que la libertad es el valor supremo y que ella no es divisible y fragmentaria, que es una sola y debe manifestarse en todos los dominios —el económico, el político, el social, el cultural— en una sociedad genuinamente democrática.
También el liberalismo ha generado en su seno una «enfermedad infantil», el sectarismo, encarnada en ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de resolver todos los problemas sociales.
Un Gobierno liberal debe enfrentar a la realidad social e histórica de manera flexible, sin creer que se puede encasillar a todas las sociedades en un solo esquema teórico,
Los liberales no somos anarquistas y no queremos suprimir el Estado. Por el contario, queremos un Estado fuerte y eficaz, lo que no significa un Estado grande, empeñado en hacer cosas que la sociedad civil puede hacer mejor que él en un régimen de libre competencia. El Estado debe asegurar la libertad, el orden público, el respeto a la ley, la igualdad de oportunidades.
La igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades no significan la igualdad en los ingresos y en la renta, algo que liberal alguno propondría. Porque esto último sólo se puede obtener en una sociedad mediante un Gobierno autoritario que «iguale» económicamente a todos los ciudadanos mediante un sistema opresivo, haciendo tabla rasa de las distintas capacidades individuales, imaginación, inventiva, concentración, diligencia, ambición, espíritu de trabajo, liderazgo. Esto equivale a la desaparición del individuo, a su inmersión en la tribu.
Sería estúpido ignorar que entre los individuos hay inteligentes y tontos, diligentes o haraganes, inventivos o rutinarios y lerdos, estudiosos y perezosos, etcétera. Y sería injusto que en nombre de la «igualdad» todos recibieran el mismo salario pese a sus distintas aptitudes y méritos. Las sociedades que lo han intentado han aplastado la iniciativa individual, desapareciendo en la práctica a los individuos en una masa anodina a la que la falta de competencia desmoviliza y ahoga su creatividad.
Mas há o passo seguinte: reconhecer as diferenças, mas eliminá-las através de manipulação genética ou intervenções pós-nascimento.
Por esa razón es tan importante, para el liberalismo, ofrecer a todos los jóvenes un sistema educativo de alto nivel que asegure en cada generación un punto de partida común, que permita luego las legítimas diferencias de ingreso de acuerdo al talento, al esfuerzo y al servicio que cada ciudadano presta a la comunidad.
La igualdad de oportunidades en el dominio de la educación no significa que haya que suprimir la enseñanza privada en beneficio de la pública.
No es justo que los hijos de familias pudientes estén exonerados de pagar su educación, como no lo sería que un joven se viera excluido por razones económicas de acceder a las mejores instituciones si tiene el talento y el espíritu de trabajo para ello.
La descentralización del poder es un principio liberal, a fin de que sea mayor el control que ejerce el conjunto de la sociedad sobre las diversas instituciones sociales y políticas. Salvo la defensa, la justicia y el orden público, en los que el Estado tiene primacía (no monopolio), lo ideal es que en el resto de actividades económicas y sociales se impulse la mayor participación ciudadana en un régimen de libre competencia.
Acaso desde sus años de Edimburgo llegó a esbozar la convicción —lo acompañaría toda su vida— de que la peor enemiga de la propiedad y del gobierno era la nobleza latifundista, aquella aristocracia rentista que a menudo se las arregló para derribar a los gobiernos que limitaban sus poderes, y que, por lo mismo, fue siempre una amenaza para la justicia, la paz social y el progreso.
«Decirle a una persona que es embustera constituye la más mortal de las afrentas […]. El hombre que padeciera la desgracia de pensar que nadie iba a creer ni una sola palabra que dijera, se sentiría el paria de la sociedad humana, se espantaría ante la sola idea de integrarse en ella o de presentarse ante ella, y pienso que casi con certeza moriría de desesperación»
Resultó desconcertante para muchos lectores de La riqueza de las naciones descubrir que no es el altruismo ni la caridad, sino más bien el egoísmo, el motor del progreso:
«No obtenemos los alimentos de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino de su preocupación por su propio interés. No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo, y nunca hablamos de nuestras necesidades, sino de sus propias ventajas»[10]
El sistema que Adam Smith describe no es creado, sino espontáneo: resultó de unas necesidades prácticas que comenzaron con el trueque de los pueblos primitivos, siguieron con formas más elaboradas del comercio, la aparición de la propiedad privada, las leyes y los tribunales, es decir, el Estado, y, sobre todo, de la división del trabajo que disparó la productividad.
Este orden espontáneo, como lo llamaría más tarde Hayek, tiene a la libertad —a las libertades— como su cimiento: libertad de comercio, de intervenir en el mercado como productor y consumidor en igualdad de condiciones frente a la ley, de firmar contratos, de exportar e importar, de asociarse y formar empresas, etcétera.
Los grandes enemigos del mercado libre son los privilegios, el monopolio, los subsidios, los c...
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Es obvio que en un pequeño pueblo un agricultor tiene que hacer también de carpintero, albañil, plomero.
Al principio, las monedas tenían la cantidad de metal que decían tener. Luego «la avaricia e injusticia de los príncipes y Estados soberanos […] abusando de la confianza de sus súbditos fueron disminuyendo la cantidad de metal que sus monedas contenían…»[15]; así estafaban mejor a sus acreedores.
Todo recorte a la libertad —por ejemplo, las leyes de residencia que impiden a un obrero buscar trabajo fuera de su parroquia— genera injusticias y perjudica la creación de empleo.
En resumidas cuentas, el capitalismo internacional es el enemigo natural del nacionalismo.
En un ensayo tan extenso es natural que haya contradicciones. Adam Smith es partidario del comercio libre, pero acepta que se pongan aranceles y prohibiciones si se tiene la seguridad de que con ello se va a aumentar el empleo o si la libertad total de importación amenaza con arruinar a los empresarios y manufactureros incapaces de competir con los productos importados.
Páginas después esta tesis es desmentida pues se demuestra que la libertad de comercio exterior es la más eficiente y beneficiosa para los países, pese a que los prejuicios nacionalistas sostengan lo contrario.
No deja de ser paradójico que el mejor defensor del comercio libre que haya habido en el mundo terminara sus días ejerciendo un cargo cuya sola existencia representaba la negación de sus más caras ideas.
«Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad»

