Así pues, acepto a Dios, y no solo de buen grado, sino que acepto, por añadidura, su sabiduría y sus fines, aunque nos resulten por completo ignotos; creo en el orden, en el sentido de la vida; creo en la armonía eterna, en la que, al parecer, todos acabaremos fundiéndonos; creo en el Verbo, al que tiende el universo, en el Verbo que «era con Dios» y que él mismo es Dios, y etcétera, etcétera, y así hasta el infinito.

