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«En el mundo están ocurriendo cosas increíbles», le decía a Úrsula. «Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros.»
No nos iremos –dijo–. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo. –Todavía no tenemos un muerto –dijo él–. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí.
«¿Qué se siente?». José Arcadio le dio una respuesta inmediata: –Es como un temblor de tierra.
Fueron dos novios dichosos entre la muchedumbre, y hasta llegaron a sospechar que el amor podía ser un sentimiento más reposado y profundo que la felicidad desaforada pero momentánea de sus noches secretas.
Se sintió olvidado, no con el olvido remediable del corazón, sino con otro olvido más cruel e irrevocable que él conocía muy bien, porque era el olvido de la muerte.
No se dolió de que el gobierno no los hubiera ayudado. Al contrario, se alegraba de que hasta entonces los hubiera dejado crecer en paz, y esperaba que así los siguiera dejando, porque ellos no habían fundado un pueblo para que el primer advenedizo les fuera a decir lo que debían hacer.
Era en realidad una selección de clase, sólo que determinada por sentimientos de amistad,
No era extraño su hermetismo. Aunque parecía expansiva y cordial, tenía un carácter solitario y un corazón impenetrable.
La buscó en el taller de sus hermanas, en los visillos de su casa, en la oficina de su padre, pero solamente la encontró en la imagen que saturaba su propia y terrible soledad.
Se había cansado de esperar al hombre que se quedó, a los hombres que se fueron, a los incontables hombres que erraron el camino de su casa confundidos por la incertidumbre de las barajas. En la espera se le había agrietado la piel, se le habían vaciado los senos, se le había apagado el rescoldo del corazón.
Cuando salió a flote estaba llorando. Primero fueron unos sollozos involuntarios y entrecortados. Después se vació en un manantial desatado, sintiendo que algo tumefacto y doloroso se había reventado en su interior.
Al principio, la niña prefería sus muñecas al hombre que llegaba todas las tardes, y que era el culpable de que la separaran de sus juegos para bañarla y vestirla y sentarla en la sala a recibir la visita.
Pensando que a ninguna tierra le hacía tanta falta la simiente de Dios, decidió quedarse una semana más para cristianizar a circuncisos y gentiles, legalizar concubinarios y sacramentar moribundos. Pero nadie le prestó atención. Le contestaban que durante muchos años habían estado sin cura, arreglando los negocios del alma directamente con Dios, y habían perdido la malicia del pecado mortal.
José Arcadio Buendía se empecinó en no admitir vericuetos retóricos ni transmutaciones de chocolate, y exigió como única prueba el daguerrotipo de Dios.
el noviazgo se convirtió en una relación eterna, un amor de cansancio que nadie volvió a cuidar, como si los enamorados que en otros días descomponían las lámparas para besarse hubieran sido abandonados al albedrío de la muerte.
«Ay, hermanita; ay, hermanita». Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito.
«Se dejan algunas rojas para que no haya reclamos.» Aureliano comprendió las desventajas de la oposición. «Si yo fuera liberal –dijo– iría a la guerra por esto de las papeletas.» Su suegro lo miró por encima del marco de los anteojos. –Ay, Aurelito –dijo–, si tú fueras liberal, aunque fueras mi yerno, no
Si hay que ser algo, sería liberal –dijo–, porque los conservadores son unos tramposos.
obligó a sus discípulos a votar para convencerlos de que las elecciones eran una farsa. «Lo único eficaz –decía– es la violencia.»
Se fueron al amanecer, aclamados por la población liberada del terror, para unirse a las fuerzas del general revolucionario Victorio Medina, que según las últimas noticias andaba por el rumbo de Manaure.
tenía la rara virtud de no existir por completo sino en el momento oportuno.
Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado.
Arcadio encontró ridículo el formalismo de la muerte. En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia.
Entonces, acumulado en un zarpazo desgarrador, volvió a sentir todo el terror que le atormentó en la vida.
Úrsula reconoció en su modo de hablar rebuscado la cadencia lánguida de la gente del páramo, los cachacos.
No sintió miedo, ni nostalgia, sino una rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final de tantas cosas que dejaba sin terminar.
Tan pronto como sacaron el cadáver, Rebeca cerró las puertas de su casa y se enterró en vida, cubierta con una gruesa costra de desdén que ninguna tentación terrenal consiguió romper.
Durante muchas horas, al margen de los sobresaltos de una guerra sin futuro, resolvió en versos rimados sus experiencias a la orilla de la muerte. Entonces sus pensamientos se hicieron tan claros, que pudo examinarlos al derecho y al revés.
manifestaba los primeros síntomas de resistencia a la nostalgia. «Dios mío», se dijo Úrsula, alarmada. «Ahora parece un hombre capaz de todo.» Lo era.
había encontrado la paz en aquella casa donde los recuerdos se materializaron por la fuerza de la evocación implacable,
«Ustedes han tomado muy en serio este juego espantoso, y han hecho bien, porque están cumpliendo con su deber», dijo a los miembros del tribunal. «Pero no olviden que mientras Dios nos dé vida, nosotras seguiremos siendo madres, y por muy revolucionarios que sean tenemos derecho de bajarles los pantalones y darles una cueriza a la primera falta de respeto.»
«Lo que me preocupa –agregó– es que de tanto odiar a los militares, de tanto combatirlos, de tanto pensar en ellos, has terminado por ser igual a ellos. Y no hay un ideal en la vida que merezca tanta abyección.»
durante cuatro años él reiteró su amor, y ella encontró siempre la manera de rechazarlo sin herirlo, porque aunque no conseguía quererlo ya no podía vivir sin él.
–No entre, coronel –le dijo–. Usted mandará en su guerra, pero yo mando en mi casa.
Quiere decir –sonrió el coronel Aureliano Buendía cuando terminó la lectura– que sólo estamos luchando por el poder.
el coronel Aureliano Buendía rasguñó durante muchas horas, tratando de romperla, la dura cáscara de su soledad.
Había tenido que promover treinta y dos guerras, y había tenido que violar todos sus pactos con la muerte y revolcarse como un cerdo en el muladar de la gloria, para descubrir con casi cuarenta años de retraso los privilegios de la simplicidad.
Hizo entonces un último esfuerzo para buscar en su corazón el sitio donde se le habían podrido los afectos, y no pudo encontrarlo.
Perdone –se excusó ante la petición de Úrsula–. Es que esta guerra ha acabado con todo.
el coronel Aureliano Buendía apenas si comprendió que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
Amaranta pensaba en Rebeca, porque la soledad le había seleccionado los recuerdos, y había incinerado los entorpecedores montones de basura nostálgica que la vida había acumulado en su corazón, y había purificado, magnificado y eternizado los otros, los más amargos.
Rebeca, que había necesitado muchos años de sufrimiento y miseria para conquistar los privilegios de la soledad, y no estaba dispuesta a renunciar a ellos a cambio de una vejez perturbada por los falsos encantos de la misericordia.
Miren la vaina que nos hemos buscado –solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía–, no más por invitar un gringo a comer guineo.
Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo y simple como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie.
Empezó a cometer errores, tratando de ver con los ojos las cosas que la intuición le permitía ver con mayor claridad.