Herido por las lanzas mortales de las nostalgias propias y ajenas, admiró la impavidez de la telaraña en los rosales muertos, la perseverancia de la cizaña, la paciencia del aire en el radiante amanecer de febrero. Y entonces vio al niño. Era un pellejo hinchado y reseco, que todas las hormigas del mundo iban arrastrando trabajosamente hacia sus madrigueras por el sendero de piedras del jardín.

