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Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
«Las cosas tienen vida propia –pregonaba el gitano con áspero acento–, todo es cuestión de despertarles el ánima.»
Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
Pero la india les explicó que lo más temible de la enfermedad del insomnio no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido.
Había estado en la muerte, en efecto, pero había regresado porque no pudo soportar la soledad.
cómo se llegaba al extremo de hacer una guerra por cosas que no podían tocarse con las manos.
Aureliano comprendió las desventajas de la oposición.
En realidad no le importaba la muerte sino la vida, y por eso la sensación que experimentó cuando pronunciaron la sentencia no fue una sensación de miedo sino de nostalgia.
De este modo la visita tanto tiempo esperada, para la que ambos habían preparado las preguntas e inclusive previsto las respuestas, fue otra vez la conversación cotidiana de siempre.
No sintió miedo, ni nostalgia, sino una rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final de tantas cosas que dejaba sin terminar.
para especular sobre lo que quiso decir el presidente cuando dijo que sí, o lo que quiso decir cuando dijo que no, y para suponer inclusive lo que el presidente estaba pensando cuando dijo una cosa enteramente distinta,
vieron a través de la ventana que estaba cayendo una llovizna de minúsculas flores amarillas. Cayeron toda la noche sobre el pueblo en una tormenta silenciosa, y cubrieron los techos y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que durmieron a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.
Y la normalidad era precisamente lo más espantoso de aquella guerra infinita: que no pasaba nada.
No le permitió siquiera pasar de la puerta que un momento después tuvo que cerrar porque la casa estaba llena de mariposas amarillas.
«No necesito de barajas para averiguar el porvenir de un Buendía.»
José Arcadio Segundo llegó a la conclusión de que el coronel Aureliano Buendía no fue más que un farsante o un imbécil.
se lamentaban de cuánta vida les había costado encontrar el paraíso de la soledad compartida.
Ambos descubrieron al mismo tiempo que allí siempre era marzo y siempre era lunes, y entonces comprendieron que José Arcadio Buendía no estaba tan loco como contaba la familia, sino que era el único que había dispuesto de bastante lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada.
recordaran siempre que el pasado era mentira, que la memoria no tenía caminos de regreso, que toda primavera antigua era irrecuperable, y que el amor más desatinado y tenaz era de todos modos una verdad efímera.
Era lo último que iba quedando de un pasado cuyo aniquilamiento no se consumaba, porque seguía aniquilándose indefinidamente, consumiéndose dentro de sí mismo, acabándose a cada minuto pero sin acabar de acabarse jamás.
porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra.