Cien años de soledad
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«En el mundo están ocurriendo cosas increíbles», le decía a Úrsula. «Ahí mismo, al otro lado del río, hay toda clase de aparatos mágicos, mientras nosotros seguimos viviendo como los burros.»
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–No nos iremos –dijo–. Aquí nos quedamos, porque aquí hemos tenido un hijo. –Todavía no tenemos un muerto –dijo él–. Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra.
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«¿Qué se siente?». José Arcadio le dio una respuesta inmediata: –Es como un temblor de tierra.
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El tiempo aplacó su propósito atolondrado, pero agravó su sentimiento de frustración. Se refugió en el trabajo. Se resignó a ser un hombre sin mujer toda la vida para ocultar la vergüenza de su inutilidad.
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–En este pueblo no mandamos con papeles –dijo sin perder la calma–. Y para que lo sepa de una vez, no necesitamos ningún corregidor porque aquí no hay nada que corregir.
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Pensaba en Santa Sofía de la Piedad, a quien la noche anterior dejó salando un venado para el almuerzo del sábado, y añoró su cabello chorreado sobre los hombros y sus pestañas que parecían artificiales. Pensaba en su gente sin sentimentalismos, en un severo ajuste de cuentas con la vida, empezando a comprender cuánto quería en realidad a las personas que más había odiado.
Pablo Cepeda
Me da tanta lástima Arcadio
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No sintió miedo, ni nostalgia, sino una rabia intestinal ante la idea de que aquella muerte artificiosa no le permitiría conocer el final de tantas cosas que dejaba sin terminar.
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La casa estaba llena de niños. Úrsula había recogido a Santa Sofía de la Piedad, con la hija mayor y un par de gemelos que nacieron cinco meses después del fusilamiento de Arcadio. Contra la última voluntad del fusilado, bautizó a la niña con el nombre de Remedios. «Estoy segura que eso fue lo que Arcadio quiso decir», alegó. «No le pondremos Úrsula, porque se sufre mucho con ese nombre.»
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«Mientras Dios me dé vida –solía decir– no faltará la plata en esta casa de locos.»
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Ah! –dijo–, entonces usted tampoco cree. –¿En qué? –Que el coronel Aureliano Buendía hizo treinta y dos guerras civiles y las perdió todas –contestó Aureliano–. Que el ejército acorraló y ametralló a tres mil trabajadores, y que se llevaron los cadáveres para echarlos al mar en un tren de doscientos vagones. El párroco lo midió con una mirada de lástima. –Ay, hijo –suspiró–. A mí me bastaría con estar seguro de que tú y yo existimos en este momento.