La culpa de los revolucionarios franceses no es pues haberse embriagado de sangre, sino de palabras sangrientas; cometieron la necedad, únicamente para entusiasmar al pueblo y certificarse a sí mismos su propio radicalismo, de crear un argot que goteaba sangre y fantasear sin interrupción acerca de traidores y cadalsos. Pero luego, cuando el pueblo, embriagado, borracho, poseído por esas palabras desoladas y excitantes, exige realmente las «enérgicas medidas» anunciadas como necesarias, a los caudillos les falta el valor para negarse; tienen que guillotinar para no desmentir su cháchara acerca
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