Como si me hubieran metido en una cárcel sin yo haber cometido ningún delito. Odiaba ir al colegio: las filas, los pupitres, la campana, los horarios, las amenazas de las hermanas ante una sombra de alegría o un atisbo de libertad. Mi primer colegio, La Presentación —que era donde había estudiado mi mamá y donde estudiaban todas mis hermanas— también era de monjas.