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«Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad».
En últimas, en asuntos de religión, creer o no creer no es sólo una decisión racional. La fe o la falta de fe no dependen de nuestra voluntad, ni de ninguna misteriosa gracia recibida de lo alto, sino de un aprendizaje temprano, en uno u otro sentido, que es casi imposible de desaprender.
Los hombres sentimos una honda pasión natural que nos atrae hacia el misterio, y es una labor dura, y cotidiana, evitar esa trampa y esa tentación permanente de creer en una indemostrable dimensión metafísica, en el sentido de seres sin principio ni final, que son el origen de todo, y de impalpables sustancias espirituales o almas que sobreviven a la muerte física. Porque si el alma equivale a la mente, o a la inteligencia, es fácil de demostrar (basta un accidente cerebral, o los abismos oscuros del mal de Alzheimer) que el alma, como dijo un filósofo, no sólo no es inmortal, sino que es
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la felicidad está hecha de una sustancia tan liviana que fácilmente se disuelve en el recuerdo, y si regresa a la memoria lo hace con un sentimiento empalagoso que la contamina y que siempre he rechazado por inútil, por dulzón y en últimas por dañino para vivir el presente: la nostalgia.
La cronología de la infancia no está hecha de líneas sino de sobresaltos. La memoria es un espejo opaco y vuelto añicos, o, mejor dicho, está hecha de intemporales conchas de recuerdos desperdigadas sobre una playa de olvidos.