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Como buen librero, su Mundo era su librería; su Estado, la lectura; y su Constitución, el índice alfabético de títulos y autores que había informatizado hacía unos años pese a que era capaz de encontrar de memoria cualquier ejemplar que el cliente le solicitase, incluso en el peor de sus días.
láminas de Maurice Sendak, George Barbier, Alphonse Mucha, Toulouse-Lautrec o Gustave Doré.
diario original del doctor David Livingstone,
quizás, si se atrevía a verbalizar sus más alocados deseos, encontraría el coraje necesario para luchar por ellos.
Nadie parecía necesitar una arqueóloga de la antigüedad.
Diciembre vestía Londres de dickensiana nostalgia.
El truco está en no decir "soy arqueóloga" o "soy astronauta". Tú eres muchas cosas: persona, ayudante del señor Livingstone, guapa...
la felicidad surge de los brotes más pequeños e inesperados.
¿Qué es eso del feelgood? —Novelas en las que los protagonistas jamás comen acelgas —resumió ella pensando en todos los títulos que le había descubierto su amiga—. Historias en las que apenas ocurre nada extraordinario, cuyos protagonistas no son grandes héroes. Historias en las que la felicidad se mide en pequeños momentos y se halla en los gestos más cotidianos...
La convivencia debe llegar con naturalidad —le había explicado—, sin esfuerzos por ninguna de las partes.
Tengo algunos amigos que están enamorados de la idea de enamorarse, pero que son incapaces de ir más allá de la teoría
Otros, que no saben estar solos y se autoconvencen de que cada nueva pareja es la perfecta y definitiva. Pero yo creo que lo único perfecto es el principio de una historia de amor, el momento en que los dos os miráis a los ojos y comprendéis que la búsqueda ha llegado a su fin porque ya os habéis encontrado. El final de la espera, cuando todo se resuelve.
el viaje termina con el encuentro de los enamorados
diminutos gestos y rutinas cotidianas que contribuían a una felicidad discreta, casi advenediza por inesperada.
Después de tantos años junto a ese misántropo ensimismado y maniático, todavía era capaz de sorprenderla como guardián abanderado de la justicia amorosa.
le cogió la mano por debajo de la mesa. —¿Qué? —se sorprendió el señor Livingstone. —Nada —le contestó ella. Todo, pensó.
El problema, entonces, es que todavía somos incapaces de entendernos a nosotros mismos como humanidad sin hacer diferencias de raza, religión, género o ideología.
[32] La señora Dresden