Por eso, cuando oigo decir que un sabio ha muerto, mi corazón se apena. Naturalmente, no por él, pues vivió en la alegría y murió en el honor. No, se apena por los sobrevivientes. Sin el fuerte brazo protector que les daba seguridad, están abandonados a los sufrimientos que son su destino, y que pronto sentirán, a menos que la Providencia les aporte un nuevo protector que sustituya al antiguo.