Pablo le entregó su culpa a Jesús. Punto. No la adormeció, ni la escondió, ni la negó, ni la enterró, ni la castigó. Simplemente la rindió ante Jesús. Como resultado, pudo escribir: «No pienso que yo mismo lo haya logrado ya. Más bien, una cosa hago: olvidando lo que queda atrás y esforzándome por alcanzar lo que está delante, sigo avanzando hacia la meta para ganar el premio que Dios ofrece mediante su llamamiento celestial en Cristo Jesús» (Filipenses 3.13, 14 NVI).

