Te llamas Roland, ¿no? —dijo. —¡No te dirijas a mí en ese tono! —Sí que te llamas Roland. ¡Eres el hijo del barón! —¡Exijo que dejes de hablar! —La expresión del chico se había vuelto extraña, arrugada y rosa, como si intentase no echarse a llorar. Levantó la mano, en la que llevaba una fusta...