El profesor apuntó con el pulgar a la tiendecita del final de la hilera, que era negra y bastante cochambrosa. No tenía carteles ni tampoco un solo signo de exclamación. —¿Qué enseña? —No sabría decírtelo —respondió el profesor—. Ella dice que a pensar, aunque no sé cómo se puede enseñar semejante cosa. Me debes una zanahoria, gracias. Cuando se acercó más, la chica vio una notita clavada en el exterior de la tienda que decía, en letras que susurraban, más que gritar: