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Bartleboom tiene treinta y ocho años. Él cree que en alguna parte, por el mundo, encontrará algún día a una mujer que, desde siempre, es su mujer. De vez en cuando lamenta que el destino se obstine en hacerle esperar con obstinación tan descortés, pero con el tiempo ha aprendido a pensar en el asunto con gran serenidad. Casi cada día, desde hace ya años, toma la pluma y le escribe. No tiene nombre y no tiene señas para poner en los sobres, pero tiene una vida que contar. Y ¿a quién sino a ella? Él cree que cuando se encuentren será hermoso depositar en su regazo una caja de caoba repleta de
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una muchacha demasiado frágil para vivir y demasiado viva para morir,
que nadie pueda olvidar lo hermoso que sería si, para cada mar que nos espera, hubiera un río para nosotros.
Renunció a todo, pero se aferró, con ferocidad, a las dos únicas cosas que de verdad le importaban algo: escribir y odiar. Escribía fatigosamente, con la mano que podía seguir moviendo. Y odiaba con los ojos. Hablar, no volvió a hablar hasta el final. Escribía y odiaba.
Si hay un lugar en el mundo en el que puedes pensar que no eres nada, ese lugar está aquí. Ya no es tierra, todavía no es mar. No es vida falsa, no es vida verdadera. Es tiempo. Tiempo que pasa. Y basta.
El mar. El mar encanta, el mar mata, conmueve, asusta, también hace reír, a veces desaparece, de vez en cuando se disfraza de lago, o bien construye tempestades, devora naves, regala riquezas, no da respuestas, es sabio, es dulce, es potente, es imprevisible. Pero, sobre todo, el mar llama. Lo descubrirás, Elisewin. Es lo único que hace, en el fondo: llamar. No se detiene nunca, te entra dentro, se te echa encima, es a ti a quien quiere. Puedes disimular, no te sirve de nada. Seguirá llamándote. Este mar que estás viendo y todos los otros que no verás, pero que estarán siempre al acecho,
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–¿Sabéis? Yo habría dicho que los almirantes estaban en el mar... –Yo también habría dicho que los curas estaban en las iglesias. –Oh, bueno, ¿sabéis?, Dios está en todas partes... –También el mar, padre. También el mar.
–Tenéis malos recuerdos, doctor. Y los malos recuerdos acaban destrozando la vida. –Es una mala vida, Marie, lo que destroza los recuerdos.