Yo me disponía a seguirlos, cuando el señor Weston, que también tenía un paraguas, se ofreció a acompañarme, pues la lluvia arreciaba. –No, gracias, no me molesta la lluvia –dije. Siempre que me cogían por sorpresa actuaba de la forma más absurda. –Pero ¡tampoco le gusta, me imagino! No creo que el paraguas le haga ningún daño –contestó, con una sonrisa que revelaba que no se había ofendido por mi negativa, lo que habría sucedido con un hombre de peor temperamento o de menor penetración. No podía negar la verdad de lo que decía, de forma que fui con él hasta el coche; incluso me ofreció su
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