Fabricado con diminutas gemas azules, tan claras que eran casi blancas, el vestido seguía todas las curvas y los valles hasta caer al suelo y formar una lagunita que era como un líquido de luz de estrellas. Las largas mangas me apretaban los brazos, y tenían puños de diamantes en las muñecas. La línea del cuello me llegaba a las clavículas y esa modestia se deshacía por la forma en que se me pegaba el vestido en zonas que yo suponía que le gustaba mostrar a cualquier hembra. Me habían recogido el pelo con dos peinetas de plata y diamantes; la cabellera quedaba así lejos de la cara y después me
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