Pero las manos anchas se me deslizaron por el cuerpo: una contra el vientre, para acercarme a esa tibieza dura, tan de él; la otra bajo las costillas y los brazos para apretarse contra mí. Enredó las piernas con las mías y entonces una oscuridad más pesada, más tibia se acomodó sobre los dos, una que olía a mar y a cítricos.

