Cuando las que son como yo, que no tienen más techo seguro que la tapa del ataúd, ni más amigos en la enfermedad o en la muerte que la enfermera del hospital, entregamos nuestro corazón podrido a cualquier hombre y dejamos que ocupe el lugar que padres, hogar y amigos tuvieron alguna vez, o que quizá estuvo siempre vacío durante todas nuestras vidas desgraciadas, ¿quién puede esperar curarse?