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Es un hecho común que el rostro de los difuntos, aunque rígido e inmóvil, recupera la expresión largo tiempo olvidada de la infancia que duerme, la mismísima mirada de los primeros años; y vuelve tan calmada, tan pacífica, que los que la conocieron en su infancia feliz se arrodillan sobrecogidos ante el féretro y ven al ángel bajado a la tierra.
Es imposible describir el placer y el deleite, la serenidad y la dulce calma que el niño aún débil sintió con aquel aire templado, entre las verdes colinas y los frondosos bosques de un pueblecito de interior.
No sé si es que la ira divina se desata por todo el mal que he hecho, pero voy a regresar junto a él a pesar de todo el sufrimiento y de todos los malos tratos, y lo mismo ocurriría, creo, aunque supiera que iba a morir a manos suyas.
Cuando las que son como yo, que no tienen más techo seguro que la tapa del ataúd, ni más amigos en la enfermedad o en la muerte que la enfermera del hospital, entregamos nuestro corazón podrido a cualquier hombre y dejamos que ocupe el lugar que padres, hogar y amigos tuvieron alguna vez, o que quizá estuvo siempre vacío durante todas nuestras vidas desgraciadas, ¿quién puede esperar curarse?