Juan  Luis  Cordero

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No me avergonzó confesar que, mientras me imaginaba todo esto, me invadió una curiosa autocomplacencia. Y es que la vanidad constituye uno de los impulsos más fuertes en todos nuestros actos, y las naturalezas débiles sucumben con particular facilidad a la tentación de hacer algo que, desde fuera, produzca una impresión de fuerza, valor y decisión. Por primera vez tenía entonces la oportunidad de demostrar a los compañeros que yo era de los que se respetan a sí mismos, todo un hombre.
La impaciencia del corazon
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