Sólo entonces vi, como a la luz de un relámpago, por qué se irritaba cada vez que en mi arrogancia la llamaba «niña», cuando precisamente delante de mí no quería pasar por niña, sino por mujer, y ser deseada como amante. Sólo entonces comprendí por qué a veces le temblaban los labios inquietos, cuando su invalidez me conmovía visiblemente, por qué odiaba con rabia mi compasión... Al parecer, su instinto femenino le decía con clarividencia que la compasión era un sentimiento fraternal demasiado tibio y nada más que un triste sustituto del verdadero amor. ¡Cómo debía haber esperado la pobre una
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