Quizá sólo era que los músicos hacían un descanso, pero en mi sentimiento de culpa, hipersensible y febril, imaginé enseguida que el baile se había detenido por mi culpa, que todo el mundo se concentraba entonces en el boudoir para consolar a la sollozante joven; todos los invitados, mujeres, hombres y muchachas se acaloraban tras la puerta cerrada en unánime indignación por el desalmado que había querido sacar a bailar a una niña impedida para luego, consumada la canallada, huir como un cobarde. Y al día siguiente —el sudor me empapaba, lo sentía frío bajo la gorra— toda la ciudad sabría,
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