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Quizá sólo era que los músicos hacían un descanso, pero en mi sentimiento de culpa, hipersensible y febril, imaginé enseguida que el baile se había detenido por mi culpa, que todo el mundo se concentraba entonces en el boudoir para consolar a la sollozante joven; todos los invitados, mujeres, hombres y muchachas se acaloraban tras la puerta cerrada en unánime indignación por el desalmado que había querido sacar a bailar a una niña impedida para luego, consumada la canallada, huir como un cobarde. Y al día siguiente —el sudor me empapaba, lo sentía frío bajo la gorra— toda la ciudad sabría,
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Pero así como las flores de invernadero crecen más exuberantes y tropicales, también en la oscuridad surgen con más ímpetu las obsesiones. Brotan de modo caótico y fantástico en suelo pantanoso para convertirse en chirriantes lianas que nos quitan el aliento, y con la velocidad de los sueños se forman y se persiguen en el cerebro las más absurdas imágenes del miedo. ¡Ridiculizado para toda la vida, pensé, expulsado de la sociedad, escarnecido por los compañeros, comidilla de toda la ciudad!
Es verdad que en el mismo momento en que me asalta este extraño impedimento sé también que tal penitencia es necia e inútil. Sé que es absurdo renunciar a un placer porque se le niega a otra persona, prohibirse una alegría porque alguien es infeliz. Sé que a cada instante, mientras reímos y bromeamos tontamente, en alguna parte alguien agoniza y muere entre estertores en la cama, que detrás de mil ventanas acechan la miseria y el hambre, que hay hospitales, canteras y minas de carbón, que en fábricas, oficinas y prisiones innumerables personas están sometidas en todo momento a un trabajo de
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Pues vanos resultan los esfuerzos por tratar a alguien con el mayor cuidado: la relación entre una persona sana y una enferma, una libre y otra prisionera, a la larga nunca pueden mantenerse en un equilibrio total. La desgracia hace a la gente vulnerable y el sufrimiento continuo la vuelve injusta.
todas las personas sensibles e hipersensibles se resisten de un modo instintivo a ser contempladas. Incluso cuando se la mira por casualidad durante la conversación, enseguida se le forma una pequeña arruga de enfado entre las cejas, sus ojos se vuelven inquietos, los labios nerviosos y su perfil no para quieto un solo momento.
Como el enojo vuelve a la gente no sólo maliciosa, sino también perspicaz,
esta sublevación denota también un cierto aumento del deseo de vivir y de curarse: cuanto con más fuerza y con más normalidad empieza a funcionar un organismo, con tanta más vehemencia quiere poner fin de una vez a su enfermedad. Créame, no queremos a los «buenos» pacientes, a los obedientes, tanto como usted se imagina. Son los que menos nos ayudan. Preferimos una voluntad rebelde, enérgica e incluso furiosa por parte del enfermo, pues por extraño que parezca estas reacciones en apariencia poco razonables a veces producen mayor efecto que nuestros más sabios medicamentos.
Sí, habría que ser una persona así: mejor dejarse engañar que engañar a los demás..., una persona decente, sin malicia. Sólo esa clase de personas está bendecida por Dios. Todas mis habilidades, pensó, no me han hecho feliz, sigo siendo un hombre vencido, desasosegado. Y así siguió Leopold Kanitz calle abajo, ajeno a sí mismo; y nunca se sintió tan miserable como en ese día de su gran triunfo.
Por supuesto usted, teniente, no podía siquiera sospecharlo. ¡Cómo iba a saberlo! Ha sido educado en un mundo completamente cerrado, muy peculiar, y se encuentra, además, en la edad dichosa en que uno no ha aprendido todavía a mirar con desconfianza todo lo que resulta extraño. Créame, por ser más viejo: no hay que avergonzarse porque de vez en cuando la vida lo engañe a uno; es más bien una bendición no tener todavía en la pupila esa mirada de mal ojo, agudísima y diagnosticara, y preferir de entrada ver a las personas y las cosas con confianza. De lo contrario, usted no hubiera podido ayudar
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Curable o incurable, blanco o negro. ¡Como si fuera tan fácil! «Sano» y «enfermo» son dos palabras que un médico decente y de buena fe no debería pronunciar jamás, pues ¿dónde empieza la enfermedad y termina la salud? ¡Y lo mismo «curable» e «incurable»! Ya lo sé, son palabras muy corrientes y en la práctica es difícil pasarse sin ellas. Pero no conseguirá que pronuncie la palabra «incurable». ¡Yo, nunca! Sé que el hombre más cuerdo del último siglo, Nietzsche, escribió esta frase terrible: no hay que querer ser médico de lo incurable. Pero es, con diferencia, la más falsa de todas las frases
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Para la medicina, como ciencia progresiva, los casos incurables sólo existen en un estadio momentáneo, en nuestro espacio de tiempo presente, esto es, desde nuestra perspectiva limitada y obtusa de sapos. Pero lo importante no es nuestro momento. En cien casos para los que hoy no vemos posibilidades de curación, mañana o pasado podrá haberse encontrado o inventado una... Nuestra ciencia avanza a un ritmo frenético. De modo que, y que no se le olvide —dijo enojado, como si lo hubiera ofendido—, para mí no hay enfermedades incurables, por principio no renuncio a nada ni a nadie, y nadie jamás me
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¿No conoce usted nuestro viejo truco médico? Cuando no sabemos más, tratamos de ganar tiempo y entretenemos al paciente con chácharas y monsergas para que no se dé cuenta de nuestro desconcierto y, por suerte nuestra, en la mayoría de los casos la naturaleza también miente al enfermo y se convierte en nuestro cómplice. ¡Claro que Edith se encuentra mejor! Cualquier cura, ya sea comer limones o beber leche, bañarse en agua fría o caliente, ocasiona de entrada un cambio en el organismo y produce un nuevo estímulo que el enfermo, eterno optimista, toma por una mejoría. Esta clase de autosugestión
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En su entusiasmo juvenil se imaginó la moral médica de otro modo y ahora está..., lo noto..., desencantado o incluso disgustado por esas prácticas. Lo lamento, pero la medicina nada tiene que ver con la moral: cada enfermedad es en sí un acto anárquico, una rebelión contra la naturaleza, y por esta razón es lícito emplear contra ella todos los medios, todos.No, no cabe piedad con los enfermos..., el enfermo se coloca hors de la loi,infringe el orden, y para restablecer el orden y a sí mismo hay que intervenir despiadadamente, como en todas las revueltas. Uno tiene que servirse de todo lo que
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Sólo al principio la compasión, como la morfina, es buena para el enfermo, un remedio, un recurso, pero si no se sabe dosificar como es debido y suprimirla a tiempo, se convierte en un veneno mortal. Con las primeras inyecciones se hace bien, tranquilizan al enfermo y mitigan el dolor. Pero, fatalmente, el organismo, tanto el cuerpo como el alma, posee una tremenda capacidad de adaptación, y así como los nervios necesitan cada vez más morfina, así también el sentimiento necesita cada vez más compasión, y al final resulta más de la que se puede dar. Y llega indefectiblemente el momento, en uno
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¡Mucha responsabilidad, muchísima responsabilidad, cuando uno se burla de otro con su compasión! ¡Un adulto tiene que pensar, antes de inmiscuirse en un asunto, hasta dónde está dispuesto a llegar! ¡No se juega con los sentimientos ajenos!
Pero hay dos clases de compasión. Una, la débil y sentimental, que en realidad sólo es impaciencia del corazón por liberarse lo antes posible de la penosa emoción ante una desgracia ajena, es una compasión que no es exactamente compasión, sino una defensa instintiva del alma frente al dolor ajeno. Y la otra, la única que cuenta, es la desprovista de lo sentimental, pero creativa, que sabe lo que quiere y está dispuesta a aguantar con paciencia y resignación hasta sus últimas fuerzas e incluso más allá. Sólo cuando uno llega hasta al final, hasta el final más extremo y amargo, sólo cuando uno
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y meses, los detalles de su fechoría y de su defensa. Por primera vez empecé a comprender que los peores males de este mundo no son los causados por la maldad y la brutalidad, sino los causados por la debilidad.
Entonces no pude contener por más tiempo mi enojo, pues había tocado mi punto débil. Creo haber dicho ya cuánto me vejaba formar parte de los oficiales de nuestro regimiento que no tenían un céntimo de patrimonio propio y depender exclusivamente del sueldo y de la subvención, bastante roñosa, de mi tía; ya en nuestro estrecho círculo me ponía enfermo que alguien hablara despectivamente del dinero en mi presencia, como si creciera entre los abrojos. Era mi punto vulnerable. Aquí era yo el inválido, era yo quien necesitaba muletas. Sólo por eso me sublevó tan desproporcionadamente el que aquella
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Viene sólo por compasión, sí, sí, le creo... ¿Por qué quiere negarlo ahora? Usted es lo que se llama una «buena» persona y le gusta que mi padre lo considere como tal. Las «buenas personas» se compadecen de cualquier perro apaleado y de cualquier gato sarnoso..., ¿por qué no, también, de una inválida?
viene sólo por compasión y todavía quisiera que lo admiraran por su misericordioso espíritu de sacrificio..., pero lo siento, no quiero que nadie se sacrifique por mí. No se lo permito a nadie, y menos a usted... Se lo prohíbo, me oye, se lo prohíbo... ¿Cree usted que de verdad necesito tenerles aquí sentados, con sus miradas «compasivas», húmedas y esponjadas y su cháchara «considerada»...? No, gracias a Dios no les necesito, a ninguno... Me basto a mí misma, saldré adelante yo sola, y si no mejoro, ya sé cómo librarme de ustedes...
Pero, acto seguido, comprendí con nuevo espanto que nada sino precisamente mi apasionada compasión era la principal culpable de que esa muchacha abandonada y aislada del mundo esperara de mí, el único hombre que la visitaba asiduamente día tras día en su cárcel, que esperara de este loco, presa de su compasión, un sentimiento distinto,
precisamente los excluidos, los feos, los marchitos, los tullidos, los rechazados, desean con una avidez mucho más apasionada y peligrosa que los sanos y felices, que aquellos que aman con un amor fanático, sombrío y negro, y que ninguna pasión en el mundo se alza más impetuosa y afligida, estéril y desesperada que la de los hijastros de Dios, quienes sólo amando y siendo amados pueden sentir justificada su existencia terrena. Hombre sin experiencia, no probado en el crisol de la vida, nunca me hubiera atrevido a sospechar la existencia de este secreto terrible: que el grito de pánico del
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Sólo entonces vi, como a la luz de un relámpago, por qué se irritaba cada vez que en mi arrogancia la llamaba «niña», cuando precisamente delante de mí no quería pasar por niña, sino por mujer, y ser deseada como amante. Sólo entonces comprendí por qué a veces le temblaban los labios inquietos, cuando su invalidez me conmovía visiblemente, por qué odiaba con rabia mi compasión... Al parecer, su instinto femenino le decía con clarividencia que la compasión era un sentimiento fraternal demasiado tibio y nada más que un triste sustituto del verdadero amor. ¡Cómo debía haber esperado la pobre una
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Joven y poco experimentado, hasta entonces siempre había considerado las ansias y las cuitas del amor como el peor tormento del corazón. Mas en aquel momento empecé a entrever que existe otro tormento, quizá más terrible, que el de anhelar y desear, a saber: el de ser amado en contra de la propia voluntad y no poder luchar contra esta pasión abrumadora. Ver a alguien a tu lado consumiéndose en el fuego de su deseo y quedarse quieto e impotente, sin encontrar la fuerza ni el poder ni la capacidad para arrancarlo de estas llamas. Quien ama sin ser correspondido puede a veces dominar su pasión,
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Resulta inútil entonces toda forma de eludirla —por delicada que sea—, absurdas todas las evasivas corteses, ofensiva toda oferta de simple amistad; una vez que la mujer ha dejado al descubierto su debilidad, toda resistencia del hombre se convierte irremisiblemente en crueldad; siempre que no acepta el amor, se convierte sin culpa en culpable. Terribles e irrompibles cadenas... Hace un momento te sentías todavía libre, eras dueño de ti mismo y no debías nada a nadie, y de pronto te ves perseguido y acorralado, botín y objetivo de un deseo ajeno no deseado. Consternado hasta el fondo de tu
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Pero idear algo para alguien que ha lucido una estrella en el cuello ya es harina de otro costal. No, mi querido Hofmiller, los pisos superiores están siempre ocupados. Quien quiere comenzar de paisano, tiene que instalarse abajo, en el sótano, donde no huele precisamente a rosas.
lo bastante razonable para no imaginarte que puedo llevarte de la mano al brillo y a la gloria de buenas a primeras. Eso no se da en ninguna actividad humana como es debido, porque sólo hace mala sangre entre los otros el que uno les pase por encima sin más. Hay que empezar desde abajo, quizá tendrás que pasar unos meses en una oficina escribiendo estupideces antes de que puedan enviarte a las plantaciones o encontrarte otra cosa por arte de magia.
No me avergonzó confesar que, mientras me imaginaba todo esto, me invadió una curiosa autocomplacencia. Y es que la vanidad constituye uno de los impulsos más fuertes en todos nuestros actos, y las naturalezas débiles sucumben con particular facilidad a la tentación de hacer algo que, desde fuera, produzca una impresión de fuerza, valor y decisión. Por primera vez tenía entonces la oportunidad de demostrar a los compañeros que yo era de los que se respetan a sí mismos, todo un hombre.
Pero las cosas hechas tienen un poder especial. Ahora que ya estaba escrita mi solicitud de renuncia, no quería rectificar. ¡Al diablo!, me dije furioso.
Sólo a las cabezas hueras las hace felices el «éxito» con las mujeres, sólo los necios alardean de ello. Un hombre de verdad se queda más bien hecho un pasmarote al darse cuenta de que una mujer se ha vuelto loca por él y no poder corresponder a sus sentimientos.
Me emocionó la profunda vibración de su voz. De pronto sentí un leve ardor en el pecho, aquella presión harto conocida como si el corazón se ensanchara o se tensara; sentí cómo el recuerdo del desesperado abandono de aquella infeliz criatura despertara de nuevo en mí la compasión. Supe que enseguida empezaría a fluir aquel manantial al que era incapaz de resistirme. ¡Pero no cedas!, me dije. No te dejes comprometer de nuevo, no te retractes! Y alcé la vista completamente decidido. —Doctor,
Cuando entonces se volvió hacia mí, me pareció que su rostro había cambiado; quizás era sólo porque la claridad deslumbrante hacía resaltar sus rasgos, pero lo cierto es que por primera vez observé las profundas arrugas de su frente y, en toda su actitud, lo cansado y agotado que estaba aquel hombre. Siempre se ha entregado a los demás, pensé. De repente me pareció mezquina mi intención de huir ante la primera contrariedad, y lo miré con agradecida emoción.
La palabra «amigo», que aquel hombre me dedicó en ese momento, me emocionó. Él sabía lo débil y cobarde que era yo y, sin embargo, no me menospreció. Con esta sola palabra, el mayor devolvía la confianza al más joven, el hombre de experiencia al inexperto e inseguro. Lo seguí, aliviado
Sin embargo, era maravilloso ayudar, lo único que en verdad recompensaba y valía la pena. Y esa toma de conciencia me impelió a hacer, ahora por propia voluntad, lo que ayer todavía me había parecido un sacrificio insoportable: mostrarme agradecido a un ser que siente un amor tan grande y tan ardiente por otro ser.
Pero entre una mujer que ha revelado una vez su afecto por un hombre y ese hombre circula un aire de fuego, lleno de misterio y de peligro. Los enamorados poseen una inquietante clarividencia para la verdadera dicha del amado, y puesto que el amor, conforme a su esencia más íntima, aspira siempre a lo infinito, todo lo limitado le resulta odioso e insoportable. En toda inhibición y en toda represión del otro sospecha una resistencia y en toda falta de correspondencia ve, con razón, una defensa oculta.
Sus confesiones secretas debían haberle atormentado terriblemente y su deseo no disimulado debió haberlo avergonzado sin medida. Quien oculta o tiene que ocultar algo, pierde la mirada abierta y franca.
¿Es verdad que los hombres se vuelven buenos y felices cuando ven bondad y compasión en otros? Entonces Condor tendría razón al decir que quien ha ayudado a una sola persona ha dado sentido a su vida, que vale realmente la pena entregarse a otros hasta el límite de las propias fuerzas y aún más allá. En este caso, cualquier sacrificio estaría justificado, e incluso una mentira que haga felices a los demás sería más importante que toda la verdad. De pronto sentí que mis pies pisaban con más seguridad, pues uno camina de otra manera cuando sabe que lleva la alegría consigo.
era un consuelo para aquellos pobres diablos el que los oficiales no saliéramos mejor parados, pues el hombre acepta con más pronta facilidad el peor de los azotes cuando sabe que cae con la misma dureza sobre la espalda del vecino. La equidad equilibra misteriosamente el poder:
De pronto, en aquel momento ya no me pareció un sacrificio haberme prometido de nuevo y para siempre a otro ser turbado y desheredado por la vida. No, los sanos, los seguros, los orgullosos, los satisfechos, los alegres, no aman... ¡No lo necesitan! Reciben el amor sólo como un homenaje que se les ofrece, como una obligación que se les debe, arrogantes e indiferentes. Aceptan la entrega de otros como un mero atributo, un adorno en el pelo, una pulsera en el brazo, y no como el sentido y la felicidad de su vida. Sólo a aquellos que el destino ha golpeado, los azorados, los postergados, los
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