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January 1 - January 13, 2024
Transcurrió un año durante el cual pertenecimos a dos mundos distintos. Pero precisamente en ese año de microscópica diversidad aprendimos a olfatearnos. Como si cada uno hiciera un intento por asomarse al reino del otro.
Empezó a salir con nosotros, a reírse de nuestras tonterías, pero sin llegar a participar nunca del todo. No era su estatus social lo que lo alejaba, sino una renuencia natural a abandonarse a la despreocupación, como si viera más allá de la juventud una vida adulta de deber. Ahora sé que le daba miedo estar con otros chicos.
Desde entonces siempre me han dado miedo los recuerdos. He huido miles de veces, nunca he tenido costumbres arraigadas para no tener que añorarlas. Porque desde ese día nada me parece más atroz que un recuerdo magnífico.
Celebramos la fiesta de fin de curso en un garaje. Estaba triste y no habría sabido decir por qué. Ya sabía que era de esa clase de personas a las que se traga fácilmente la fuerza de la gravedad, y nada ni nadie consigue retenerlas. Desconectan y punto.
La flaqueza de esta ciudad me salta a la vista, sin ti es una confusión de horas sin descanso.
Compramos algodón de azúcar,
La quintaesencia del engaño más dulce, ¿no era eso el amor? Un puñado de azúcar que altera sus moléculas, se hincha y nos incita, y, después, en contacto con la cavidad cálida de los miembros, se desvanece como la ilusoria sustancia de los sueños.
Todas las relaciones amorosas nacen de una carencia, nos inmolamos a cualquiera que sencillamente sabe acomodarse en ese espacio abierto y doloroso para hacer lo que le dé la gana:
Hacía tiempo que no me encontraba tan bien, en la calle no quería soltarle la mano, temía que desapareciera, que la devorase la noche. Temía dejársela al mundo, ese mundo que siempre se lo había tragado todo. Por eso me arrodillé a sus pies en Regent Street y le pedí que se casara conmigo.
Porque Costantino fue mi madre el día que me cogió y me dijo no mires la oscuridad, mírame a mí, mira este esplendor.
He vivido todos estos años esperándolo a él, esperando este momento relajado. Nada de esto tendrá sentido sin su mirada.
Miro su fotografía, sus orejas puntiagudas, sus ojos hundidos en el rostro afilado: me recuerdan a esos grabados hechos con puntas de sílex de las pinturas rupestres. Miradas que son simples punzadas de dolor.
El perro ya me muerde las piernas. Hace su numerito, salta, se agacha delante de mí, con el trasero en alto, agitando la cola. Bendito perro que me has elegido dueño absoluto de tu felicidad.
—Nunca lo conseguiré. —¿Qué no conseguirás? —Todavía no lo sé, pero sé que no lo conseguiré. —¿Por qué, Leni? —Soy débil. La abracé, me costó contener las lágrimas. Le susurré que no era débil en absoluto, era extraordinariamente frágil y poderosa como todas las personas fuertes y profundas. Como los héroes griegos de las historias épicas que le había leído todas las noches.
Ahora sé que quisiera vivir así siempre, huyendo, sin equipaje.
Porque así hace el amor, levanta la pata y mea como un perro, siempre en el mismo sitio, circunscribe los lugares, los marca con su sustancia.
Ya estoy totalmente inmerso en esa fase peligrosísima en la que el fantasma se convierte en la única persona real a la que te enfrentas, y los demás forman parte de una cámara mortuoria, los miras como a las mariposas muertas de Damien Hirst.
Ahora él es un simple ídolo puesto delante de ti. Es lo que hace el amor cuando sale de la carne y se deposita en los estantes más altos.
Yo sabía que ya no había tiempo, que mis palabras viajarían con él, dejarían el mundo y atravesarían la muerte.
pedir es vergüenza que dura un minuto, no pedir es vergüenza que dura una vida.

