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Esa noche, las tres cuadras estaban casi vacías de travestis pero estaban llenas de altares. Recordé lo que se celebraba: era 8 de enero, el día del Gauchito Gil. Un santo popular de la provincia de Corrientes que se venera en todo el país y especialmente en los barrios pobres –aunque hay altares por toda la ciudad, incluso en los cementerios–. Antonio Gil, se cuenta, fue asesinado por desertor a fines del siglo XIX: lo mató un policía; lo colgó de un árbol y lo degolló. Pero, antes de morir, el gaucho desertor le dijo: «Si querés que tu hijo se cure, tenés que rezar por mí.» El policía lo
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Florencia la besó, se sentó y no pudo evitar mirarle las piernas, el vello dorado que con la luz del atardecer parecía brillantina derramada.
La falta de comida era buena: nos habíamos prometido comer lo menos posible. Queríamos ser livianas y pálidas como chicas muertas.
En Corrientes todo el mundo fumaba; si alguien les sugería que no era saludable, se quedaban mirando al objetor, confundidos, y después se reían un poco.
Una vez había atrapado unas cuantas, en un frasco vacío de mayonesa, y me había dado cuenta de lo feas que son, parecían cucarachas con alas. Sin embargo habían sido bendecidas con la más pura justicia: quietas y sin volar, eran bichos que parecían plaga, pero cuando volaban y relampagueaban, eran lo más cercano a la magia, un presagio de hermosura y bondad.
Las cosas tardaban más en irse ahí, en el litoral.
La sonrisa de Marcela, que seguía mirándose mientras se apretaba la cara con el pañuelo, era hermosa. Su cara era hermosa.
Lo único que quería era que me hablara, que me explicara. Quería visitarla en su casa. Quería saber todo. Alguien me había dicho que se hablaba de internarla. Me imaginaba el hospital con una fuente de mármol gris en el patio y plantas violetas y marrones, begonias, madreselvas, jazmines –no me imaginaba un instituto para enfermos mentales sórdido y sucio y triste, me imaginaba una hermosa clínica llena de mujeres con la mirada perdida–.
Todos caminamos sobre huesos, es cuestión de hacer agujeros profundos y alcanzar a los muertos tapados.
Paula quería mucho a su suegra por cosas así: por no instalarse en sus visitas, por jamás criticar, salvo que le pidieran una opinión, por saber ayudar sin sobreactuación.
Paula casi se puso a llorar mirando a la gata, tan hermosa, negra con sus piecitos blancos, sacando la lengua áspera.
–En su casa el muerto espera soñando.
A lo mejor él decidió que su tristeza iba a estar a mi lado para siempre, hasta que él quisiera, porque la gente triste no tiene piedad.