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No me gusta el nombre chicharra: ojalá mantuvieran siempre el nombre cícadas, que se usa sólo cuando están en etapa ninfal. Si se llamaran cícadas, su ruido de verano me recordaría las flores violetas de los jacarandás en la costanera del Paraná o las mansiones de piedra blanca con sus escalinatas y sus sauces. Pero así, como chicharras, me recuerdan el calor, la carne podrida, los cortes de electricidad, a los borrachos que miran con ojos ensangrentados desde los bancos de la plaza.
Una hermosa casa –dijo la suegra–. ¡Qué amplia, cuánta luz, qué suerte tuvieron! Está imposible alquilar en Buenos Aires.