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A veces te hundes, caes en tu agujero de silencio, en tu abismo de cólera orgullosa, y apenas puedes volver, aún con jirones de lo que hallaste en la profundidad de tu existencia. El pozo, Pablo Neruda
Era imposible no fijarse en ella, no solo porque era la nueva, sino porque tenía un montón de pecas, como si alguien hubiese sacudido una brocha de pintura sobre su piel, salpicándola de estrellas,
Él siempre decía que tenía que ser fuerte, que los obstáculos solo están ahí para que alguien pueda saltarlos.
cómo era posible que enamorarse de alguien provocase una sensación tan dolorosa y desagradable. No sentía maripositas aleteando, demonios; sentía como si una estampida de ñus furiosos se desatase en su interior.
Ella era su debilidad. Esos ojos ambarinos y curiosos, y la graciosa nariz repleta de pecas que Mike solía contar en silencio. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis…, podía hacerlo durante horas y conocía cada una de las diminutas marcas que bañaban su piel. Era su secreto. A falta de las pecas de su rostro, se conformaba con volver a contar estrellas, pero si podía elegir…, si podía elegir, siempre la prefería a ella.
—Ven conmigo a ese… ese estúpido baile de primavera… —Frunció el ceño; se sentía un poco ridículo—. Ya sabes, esa cosa que se celebra en el instituto y a la que hay que ir en pareja… Quiero que seas tú.
—Sabes que siempre estaré para ti —lo cortó—. Incluso aunque no te entienda. No importa. Supongo que puedo entender que a veces no consiga entenderte.
—Pecosa, ¿nunca te he dicho que eres preciosa?
Y creo que voy a besarte. —Mike… —¿Te apartarás si lo hago? —Tendrás que arriesgarte.
—De acuerdo. Puedes ir asimilándolo mientras sigo besándote, ¿no?
—Porque sí. Porque eres tú y soy yo. Por eso mismo. Si fueses cualquier otra persona no sentiría nada, no temblaría. Te quiero, Mike. Siempre te he querido. Lo sabes.
¿Sabes por qué me encantan tus pecas?
—Porque son como estrellas sobre el lienzo más bonito del mundo, tu rostro… —confesó—. Cuando era pequeño, antes de que mi padre trabajase en la empresa de transportes, solía volver a casa a las seis y entonces se desataba el infierno. Yo siempre estaba allí, pero nunca entraba dentro. Me quedaba en el jardín, detrás del abeto que talaron hace dos años, escuchando los gritos, los llantos y… —Tomó aire, no estaba acostumbrado a hablar de aquello con tanta franqueza—. Y contaba lo que fuera, las piedras del jardín, las hojas, las estrellas. Aquello era lo único que me tranquilizaba. Igual que
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El tiempo fue curando las heridas. Sin saber cómo, Rachel estaba preparada para sobrevivir a cualquier adversidad y seguir adelante. Y conforme quedaron atrás meses, años y etapas, las emociones que antes parecían abarcarlo todo se hicieron a un lado, buscando un rincón en el que permanecer rezagadas.
Rachel fue consciente de que nunca podría enamorarse de él y ese pensamiento la hizo sonreír. Tenía el control y nunca volvería a perderlo.