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Pavese… aquella primavera solía llegar a nuestra casa comiendo cerezas. Le gustaban las primeras cerezas, las pequeñas y jugosas que, según él, tenían «sabor a cielo». Desde la ventana lo veíamos aparecer por el fondo de la calle, alto, con su rápida forma de caminar: venía comiendo cerezas y arrojando los huesos contra la pared con un tiro seco y fulminante. Para mí la derrota de Francia quedó unida para siempre a aquellas cerezas que él nos hacía probar cuando llegaba, sacándoselas una a una del bolsillo con su mano parsimoniosa y huraña.
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Pavese raramente aceptaba recibir a desconocidos. Decía: «¡Tengo cosas que hacer! ¡No quiero ver a nadie! ¡Que se ahorquen! ¡Me importan un bledo!».
El editor había colgado en la pared de su despacho un pequeño retrato de Leone, con la cabeza gacha, sus gafas caídas sobre la nariz, su espeso cabello negro, su profundo hoyuelo en la mejilla, su mano femenina. Leone había muerto un gélido febrero en el sector alemán de la cárcel de Regina Coeli, en Roma, durante la ocupación alemana.
Porque nos sucedió esto, que nada más acabar la guerra volvimos a temer una nueva guerra y a pensar continuamente en ella.
Pero en el internado nos llevaban demasiado a misa. Había que estar siempre confesándose. Algunas veces no sabíamos de qué confesarnos, y entonces decíamos: “¡He robado nieve!”.»

