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exaltado con la ilusión de llegar a ser algún día un escritor, y deprimido por no saber qué pasos dar,
que suele frustrar las vocaciones de muchos jóvenes en países donde la literatura no significa gran cosa para la mayoría y sobrevive en los márgenes de la vida social, como quehacer casi clandestino.
De manera que quien ve en el éxito el estímulo esencial de su vocación es probable que vea frustrado su sueño y confunda la vocación literaria con la vocación por el relumbrón y los beneficios económicos que a ciertos escritores (muy contados) depara la literatura. Ambas cosas son distintas.
el escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescindencia de las consecuencias sociales, políticas o económicas que puede lograr mediante lo que escribe.
una mujer o un hombre desarrollan precozmente, en su infancia o comienzos de la adolescencia, una predisposición a fantasear personas, situaciones, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven, y esa proclividad es el punto de partida de lo que más tarde podrá llamarse una vocación literaria.
Estoy convencido de que quien se abandona a la elucubración de vidas distintas a aquella que vive en la realidad manifiesta de esta indirecta manera su rechazo y crítica de la vida tal como es, del mundo real, y su deseo de sustituirlos por aquellos que fabrica con su imaginación y sus deseos. ¿Por qué dedicaría su tiempo a algo tan evanescente y quimérico —la creación de realidades ficticias— quien está íntimamente satisfecho con la realidad real, con la vida tal como la vive?
La vida que las ficciones describen —sobre todo, las más logradas— no es nunca la que realmente vivieron quienes las inventaron, escribieron, leyeron y celebraron, sino la ficticia, la que debieron artificialmente crear porque no podían vivirla en la realidad, y por ello se resignaron a vivirla sólo de la manera indirecta y subjetiva en que se vive esa otra vida: la de los sueños y las ficciones.
La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad; ella es la vida que no fue, la que los hombres y mujeres de una época dada quisieron tener y no tuvieron y por eso debieron inventarla.
¿qué daño puede hacer a la vida real el oponerle las vidas impalpables de las ficciones?
No se equivocaban unos y otros: bajo su apariencia inofensiva, inventar ficciones es una manera de ejercer la libertad y de querellarse contra los que —religiosos o laicos— quisieran abolirla.
«Nosotros hacemos tantas cosas juntos. Vamos al cine, a exposiciones, a recorrer librerías, y discutimos horas de horas sobre política, libros, películas, amigos comunes. Y tú crees que yo estoy haciendo esas cosas como las haces tú, porque te divierte hacerlas. Pero, te equivocas. Yo las hago para ella, la solitaria. Ésa es la impresión que tengo: que todo en mi vida, ahora, no lo vivo para mí, sino para ese ser que llevo adentro, del que ya no soy más que un sirviente».
La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponerse, una servidumbre libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos.
Thomas Wolfe
«Pues el sueño estaba muerto para siempre, el piadoso, oscuro, dulce y olvidado sueño de la niñez. El gusano había penetrado en mi corazón, y yacía enroscado alimentándose de mi cerebro, mi espíritu, mi memoria. Sabía que finalmente había sido atrapado en mi propio fuego, consumido por mis propias lumbres, desgarrado por el garfio de ese furioso e insaciable anhelo que había absorbido mi vida durante años. Sabía, en breve, que una célula luminosa, en el cerebro o en el corazón o en la memoria, brillaría por siempre, de día, de noche, en cada despertar o instante de sueño de mi vida; que el
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»Supe que al fin me había convertido en escritor: supe al fin qué le sucede a un hombre que hace de su vida la de un escritor».[1]
le recomiendo la voluminosa correspondencia de Flaubert, sobre todo las cartas que escribió a su amante Louise Colet entre 1850 y 1854, años en que escribía Madame Bovary, su primera obra maestra.
William Burroughs: Junkie.
catoblepas, ese mítico animal que se le aparece a San Antonio en la novela de Flaubert (La tentación de San Antonio) y que recreó luego Borges en su Manual de Zoología Fantástica.
Mi impresión es que la vida —palabra grande, ya lo sé— le inflige los temas a través de ciertas experiencias que dejan una marca en su conciencia o subconciencia, y que luego lo acosan para que se libere de ellas tornándolas historias.
ella. Desde luego, el primer nombre que se le viene a cualquiera es el de Proust. Verdadero escritor-catoblepas ¿no es verdad? Quién otro se alimentó más y con mejores resultados de sí mismo, hurgando como un prolijo arqueólogo en todos los recovecos de su memoria, que el moroso constructor de En busca del tiempo perdido, monumental recreación artística de su propia peripecia vital, su familia, su paisaje, sus amistades, relaciones, apetitos confesables e inconfesables, gustos y disgustos, y, al mismo tiempo, de los misteriosos y sutiles encaminamientos del espíritu humano en su afanosa tarea
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la capacidad creadora de Proust, quien, valiéndose de aquella introspección, de ese buceo en su pasado, transformó los episodios bastante convencionales de su existencia en un esplendoroso tapiz, en deslumbrante representación de la condición humana, percibida desde la subjetividad de la conciencia desdoblada para la observación de sí misma en el transcurrir de la existencia.
Si lo que está leyendo entre líneas es que, a mi juicio, un escritor de ficciones no es responsable de sus temas (pues la vida se los impone) pero lo es de lo que hace con ellos al convertirlos en literatura y por lo tanto se puede decir que él es en última instancia el único responsable de sus aciertos o fracasos —de su mediocridad o de su genio—, sí, eso es exactamente lo que pienso.
Pero me parece difícil que se llegue a ser un creador —un transformador de la realidad— si no se escribe alentado y alimentado desde el propio ser por aquellos fantasmas (demonios) que han hecho de nosotros, los novelistas, objetores esenciales y reconstructores de la vida en las ficciones que inventamos.
Tiene usted razón. Mis cartas anteriores, con sus vagas hipótesis sobre la vocación literaria y la fuente de donde brotan los temas de un novelista, así como mis zoológicas alegorías —la solitaria y el catoblepas—, pecan de abstractas y tienen la incómoda característica de ser inverificables.
que la separación entre fondo y forma (o tema y estilo y orden narrativo) es artificial, sólo admisible por razones expositivas y analíticas, y no se da jamás en la realidad, pues lo que una novela cuenta es inseparable de la manera como está contado.
Cuando una novela nos da esa impresión de autosuficiencia, de haberse emancipado de la realidad real, de contener en sí misma todo lo que requiere para existir, ha alcanzado la máxima capacidad persuasiva.
El poder de persuasión de una novela persigue exactamente lo contrario: acortar la distancia que separa la ficción de la realidad y, borrando esa frontera, hacer vivir al lector aquella mentira como si fuera la más imperecedera verdad, aquella ilusión la más consistente y sólida descripción de lo real.
La mala novela que carece de poder de persuasión, o lo tiene muy débil, no nos convence de la verdad de la mentira que nos cuenta; ésta se nos aparece entonces como tal, una «mentira», un artificio, una invención arbitraria y sin vida propia, que se mueve pesada y torpe como los muñecos de un mediocre titiritero, y cuyos hilos, que manipula su creador, están a la vista y delatan su condición de caricaturas de seres vivos, cuyas hazañas o padecimientos difícilmente pueden conmovernos, ¿pues acaso los viven, siendo meros embelecos sin libertad, vidas prestadas dependientes de un amo omnipotente?
Ésta es la curiosa ambigüedad de la ficción: aspirar a la autonomía sabiendo que su esclavitud de lo real es inevitable y sugerir, mediante esforzadas técnicas, una independencia y autosuficiencia que son tan ilusas como las de las melodías de una ópera separadas de los instrumentos o gargantas que las interpretan.

