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A cada delincuente que colgaba de una cruz se le ponía una placa, indicando el delito específico por el cual lo ejecutaban.
Tan identificado está Jesús con Nazaret, que a lo largo de su vida lo apodaron el Nazareno. Teniendo en cuenta lo común que era el nombre Jesús,
lo que se suponía que debía hacer: un descendiente del rey David, venido para reinstaurar a Israel, liberar a los judíos del yugo de la ocupación y establecer el Estado de Dios en Jerusalén.
los únicos aspectos de su infancia y niñez que importaban eran los que podían recrearse imaginativamente para apoyar cualquier argumento teológico
los que osaban someterse a Roma. Por su ideal de celo, fueron llamados zelotes*.
Dicho sencillamente, si crees que es legítimo pagar tributo al César, eres un traidor y un apóstata. Mereces morir.
Porque esos rebeldes no eran galos o britanos, sino campesinos supersticiosos que tiraban piedras.
De ahora en adelante, el judaísmo no se consideraría más un culto digno. Los judíos eran ahora el eterno enemigo de Roma.
En el año 135 e. c., el nombre de Jerusalén dejó de existir en todos los documentos oficiales romanos.
Así pues, devolvedle a César lo que es suyo, y devolvedle a Dios lo que pertenece a Dios. Éste es el argumento zelote en su forma más simple y concisa.
De hecho, la vida del Jesús histórico no comienza con su nacimiento milagroso ni con su oscura juventud, sino en el momento en que se encuentra por primera vez con Juan el Bautista.
fuese quien fuese el Bautista, de dondequiera que haya venido y la que haya sido la intención de su ritual de bautismo, lo más probable es que Jesús comenzara su ministerio simplemente como uno más de sus discípulos.
solían financiar la misión de Jesús, proveyendo comida y alojamiento para él y sus seguidores.
Su autoridad no era la de los eruditos y la aristocracia sacerdotal. La autoridad de éstos procedía de sus solemnes reflexiones y de su estrecha conexión con el templo. La autoridad de Jesús provenía directamente de Dios.
el principal antagonista de Jesús en los evangelios no es el lejano emperador de Roma, ni sus funcionarios paganos en Judea, sino el sumo sacerdote Caifás, que se convertiría en el principal instigador de la trama para ejecutar a Jesús, precisamente por la amenaza que suponía para la autoridad del templo
Pero para el público reunido a los pies de Jesús, la parábola habría tenido mucho menos que ver con la bondad del samaritano que con la bajeza de los dos sacerdotes.
los romanos lo verían como un falso pretendiente al puesto de rey de los judíos, mientras que los escribas y los sacerdotes del templo llegarían a considerarlo una blasfema amenaza a su control del culto judío. Pero para la gran mayoría de los judíos de Palestina —a los que, según afirmaba Jesús, había sido enviado para liberar de la opresión—, no era ni mesías ni rey, sino simplemente otro hacedor de milagros ambulante y exorcista profesional que recorría Galilea con sus trucos.
Pero a la gente de Cafarnaún lo que les importaba no era tanto el origen de las sanaciones de Jesús, sino su coste.
Jesús de Nazaret era en primer lugar y por encima de todo un judío. Como judío, Jesús estaba interesado por el destino de sus conciudadanos judíos. Israel era todo lo que le interesaba.
«No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18). Para los israelitas, lo mismo que para la comunidad de Jesús en la Palestina del siglo I, prójimo era el correligionario judío. Con respecto al tratamiento que debía darse a los extranjeros y foráneos, opresores y colonizadores, no obstante, la Torá no puede ser más clara: «Tú los echarás de delante de ti. No harás pacto con ellos ni con sus dioses. Ellos no habitarán en tu tierra
Sus mandamientos «ama a tus enemigos» y «ofrece la otra mejilla» deben interpretarse como dirigidos en exclusiva a sus correligionarios judíos y pensados como un modelo de relaciones pacíficas exclusivamente en el seno de la comunidad judía.
cada uno de ellos sería el mesías que liberaría a sus seguidores del yugo de la ocupación romana por medio de actos milagrosos.
Sencillamente, Jesús no se estaba llamando a sí mismo «un hijo de hombre», sino que se estaba llamando a sí mismo el Hijo del Hombre.
¿Puede ser eso lo que Jesús quería decir al darse a sí mismo el extraño título de «Hijo del Hombre»? ¿Se estaba llamando a sí mismo rey?
La única razón por la que un pobre campesino y jornalero judío podría ser llevado ante él era que esa persona hubiera puesto en peligro dicho orden.
El público de Marcos estaba en Roma, donde él mismo residía. Su relato de la vida y la muerte de Jesús de Nazaret fue escrito pocos meses después de que la Gran Revuelta Judía hubiera sido aplastada y Jerusalén destruida.
los judíos seguidores de Jesús como mesías tenían fácil la decisión: o seguían manteniendo sus conexiones con el culto religioso de sus padres y, por tanto, compartían la hostilidad de Roma (la hostilidad de Roma hacia los cristianos alcanzaría su cima mucho más tarde), o se alejaban del judaísmo y transformaban a su mesías de un judío ferozmente nacionalista a un pacífico predicador, que hacía buenas obras y cuyo reino no era de este mundo.
Comunicarse con este público particular requería una pizca de creatividad por parte de los evangelistas. No sólo debían ser eliminadas todas las trazas de celo revolucionario de la vida de Jesús, sino que también hacía falta que los romanos fueran completamente absueltos de cualquier responsabilidad por su muerte. Fueron los judíos quienes mataron al mesías. Los romanos habían sido peones, instrumentos involuntarios del sumo sacerdote Caifás, que deseaba asesinar a Jesús a toda costa, pero que no tenía los medios legales para hacerlo.
«el que me puso en tus manos es culpable de un pecado más grande», le dice Jesús a Pilato, absolviéndolo personalmente de toda culpa y enviando una acusación directa a las autoridades religiosas judías.
Por lo tanto, un relato inventado por Marcos, con propósitos estrictamente evangelizadores, para absolver a Roma de toda culpa por la muerte de Jesús, se amplía hasta el punto del absurdo, convirtiéndose con el transcurso del tiempo en la base para dos mil años de antisemitismo cristiano.
de entre todos los demás mesías fallidos que hubo antes y después de él, solamente a Jesús se lo sigue llamando mesías. Porque fue precisamente el fervor con el cual los seguidores de Jesús creyeron en su resurrección lo que transformó a la pequeña secta judía en la más importante religión del mundo.
Jesús no había venido para cumplir la ley, argumentaban los helenistas. Había venido para abolirla. No había condenado a los sacerdotes que profanaban el templo con su riqueza e hipocresía. Su condena era al propio templo.
Aunque Cristo es técnicamente la palabra griega para decir «mesías», no es así como Pablo empleaba el término. Él no le confería a Cristo ninguna connotación que en las Escrituras se asociara al vocablo mesías.
En su lugar, Pablo lo llamaba «Jesucristo», o simplemente «Cristo», como si fuera su apellido. Ésta es una expresión extremadamente inusual, cuyo más cercano paralelismo se encuentra en la manera en que los emperadores romanos adoptaron «César» como cognomen, como en el caso de César Augusto.
Únicamente en el último de los evangelios canónicos, el de Juan, escrito en algún momento entre el 100 y el 120 e. c., puede hallarse la visión que Pablo tenía de Jesús como Cristo: el eterno logos, el hijo unigénito engendrado por Dios.
deseaba hallarse lo más lejos posible de Jerusalén y de la constante y cada vez más estrecha soga de control que habían puesto en torno a su cuello Santiago y los apóstoles.
En el 66 e. c., el mismo año en que estalló la Gran Revuelta Judía en Jerusalén, el emperador Nerón, respondiendo ante un repentino recrudecimiento de la persecución de los cristianos en Roma, detuvo a Pedro y a Pablo y los ejecutó a ambos por promover lo que él suponía era la misma fe. Se equivocó.
En otras palabras, Pedro pudo haber sido obispo de Roma, pero Santiago era «Obispo de Obispos».
(«No juréis, ni por el cielo, ni por la tierra, ni por ninguna otra cosa; sino que vuestro sí sea sí, y vuestro no sea no»
Santiago, Pedro, Juan y el resto de los apóstoles veían a Pablo con recelo y desconfianza, si no con franco desdén,
la de Pablo, de una religión romana, separada del provincianismo judío, que para obtener la salvación no exigía nada más que creer en Cristo, la segunda y tercera generaciones de seguidores de Jesús tuvieron una elección muy fácil.