Los reclusos comunes nunca fumábamos los cigarrillos conseguidos: se cambiaban por alimentos. El privilegio de fumar, con una cuota asegurada, estaba reservado a los kapos; a veces, también algún prisionero que trabajaba de capataz en un almacén o taller recibía cigarrillos como compensación por alguna tarea peligrosa. Pero si un recluso fumaba se juzgaba un mal presagio. Significaba una evidente pérdida de su voluntad de vivir, la intención fatal de «disfrutar» de sus últimos días. Declaraba su renuncia a sobrevivir, y, perdida la voluntad, raramente se recuperaba.