Antes de leer el testamento de Fernanda, que no era más que una minuciosa y tardía recapitulación de infortunios, ya los muebles desvencijados y la maleza del corredor le habían indicado que estaba metido en una trampa de la cual no saldría jamás, para siempre exiliado de la luz de diamante y el aire inmemorial de la primavera romana.