Santiago

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A partir de entonces fue ella quien mandó en el pueblo. Restableció la misa dominical, suspendió el uso de los brazales rojos y descalificó los bandos atrabiliarios. Pero a despecho de su fortaleza, siguió llorando la desdicha de su destino. Se sintió tan sola, que buscó la inútil compañía del marido olvidado bajo el castaño. «Mira en lo que hemos quedado», le decía, mientras las lluvias de junio amenazaban con derribar el cobertizo de palma.
Cien años de soledad
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