Santiago

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Úrsula, en cambio, aun en los tiempos en que ya arrastraba los pies y caminaba tanteando en las paredes, experimentaba un alborozo pueril cuando se aproximaba la llegada del tren. «Hay que hacer carne y pescado», ordenaba a las cuatro cocineras, que se afanaban por estar a tiempo bajo la imperturbable dirección de Santa Sofía de la Piedad. «Hay que hacer de todo —insistía— porque nunca se sabe qué quieren comer los forasteros.»
Cien años de soledad
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