Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo con el ardor de sus calientes rayos las líquidas perlas de sus cabellos de oro enjugase,1 cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba; lo cual visto por don Quijote, antes que le despertase, le dijo: –¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra,2 pues sin tener invidia ni ser invidiado3 duermes con sosegado espíritu, ni te persiguen encantadores ni sobresaltan encantamentos! Duermes, digo otra vez, y lo diré otras ciento,
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