Comienzo a llamar «hogar» a la tierra. Y casi sin darme cuenta, llamo «necesidades» a los lujos en los que gasto mi dinero, del mismo modo en que lo hacen los no creyentes. Y entonces olvido la lucha. No pienso en las personas que perecen. Las misiones, los pueblos lejanos, desaparecen de mi mente. Dejo de soñar en el triunfo de la gracia. Me hundo en el pensamiento secular que primero ve lo que puede hacer el hombre, no Dios. Es una enfermedad terrible. Y le agradezco al Señor por poner en mi camino personas que me obligan una y otra vez a recordar la lucha.

