El sacerdote es un servidor, no un dios. El sacerdote no manda tropas: con su ejemplo conduce a su rebaño hasta Dios. El sacerdote no busca ninguna gloria, ningún prestigio humano, porque obtiene su fuerza solo de Dios: «Non nobis Domine, non nobis: sed nomini tuo da gloriam» («No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre da la gloria») (Sal 115, 1).

