More on this book
Community
Kindle Notes & Highlights
Emma Woodhouse, bella, inteligente y rica, con un hogar agradable y un temperamento feliz, parecía reunir muchas de las mejores bendiciones de la vida; llevaba viviendo cerca de veintiún años en este mundo sin nada apenas que la agitara o la molestara.
Ella sí que la apreciaría, ella la mejoraría, ella la separaría de sus malos conocidos y la introduciría en la buena sociedad; ella le inculcaría sus opiniones y sus maneras. Sería un empeño interesante, y, ciertamente, muy bondadoso: altamente adecuado a su propia situación en la vida, a su ocio, y a su capacidad.
Ah, claro! —exclamó Emma—, siempre es incomprensible para un hombre que una mujer rehúse alguna vez una oferta de matrimonio. Un hombre siempre se imagina que una mujer siempre está preparada para cualquiera que la pida.
hasta que se eche de ver que los hombres sean más filosóficos en cuanto a la belleza de lo que generalmente se supone que son; hasta que se enamoren de mentes bien informadas en lugar de caras guapas, una chica tan bonita como Harriet tiene la seguridad de ser admirada y buscada, de tener la posibilidad de elegir entre muchos y, en consecuencia, el derecho de ser exigente.
es solo la pobreza lo que hace despreciable la soltería a un público generoso.
No había habido verdadero amor ni en su lenguaje ni en sus maneras. Había habido suspiros y buenas palabras en abundancia, pero difícilmente podía imaginar ella un tipo de expresiones, o imaginar un tono de voz, menos unido al auténtico amor. No hacía falta que ella se molestara en compadecerle. Él solo quería engrandecerse y enriquecerse; y si la señorita Woodhouse de Hartfield, heredera de treinta mil libras, no era tan fácil de obtener como se imaginaba, pronto lo intentaría con la señorita Otra-Cosa, con veinte mil, o con diez mil.
La naturaleza humana está tan bien dispuesta hacia los que están en situaciones interesantes, que es seguro que se hablará bien de una persona joven si se casa o se muere.
Él había captado a la vez la sustancia y la sombra, la fortuna y el amor, y era exactamente el hombre feliz que debía ser; hablando solo de sí mismo y sus propios intereses, esperando ser felicitado, dispuesto a que se rieran de él, y, con sonrisas cordiales y sin miedo, dirigiéndose ahora a todas las señoritas del lugar, con quienes, unas pocas semanas antes, habría tenido una galantería más cauta.
Pocos ánimos tenía Harriet para visitas.

