María: Clásicos de la literatura (Spanish Edition)
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esa sonrisa hoyuelada era la de la niña de mis amores infantiles sorprendida en el rostro de una virgen de Rafael.
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Allí estaban las flores recogidas por ella para mí: las ajé con mis besos; quise aspirar de una vez todos sus aromas, buscando en ellos los de los vestidos de María;
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¡María! ¡María! ¡Cuánto te amé! ¡Cuánto te amara!…
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en la brisa que movía los follajes, en el rumor del río… Era que veía el Edén, pero faltaba ella; era que no podía dejar de amarla, aunque no me amase.
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Era tan bella como la creación del poeta, y yo la amaba con el amor que él imaginó.
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Mía o de la muerte, entre la muerte y yo, un paso más para acercarme a ella, sería perderla; y dejarla llorar en abandono, era un suplicio superior a mis fuerzas.
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las sonrisas de María me hacían dulces promesas para la hora de descanso: a ellas les era dable hacerme leve hasta el más penoso trabajo.
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Yo me complacía en la dificultad que ella encontraba para preguntarme si había hablado de nuestro amor a Carlos, y le respondí: —Es la primera vez que no te entiendo. —¡Avemaría! ¿cómo no has de entender? Que si le has hablado de lo que…
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¿Por qué? —¡Pero cuidado con reírte! —No me reiré. —Pero si ya estás riéndote.
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María no comprendía que ese pañuelo perfumado era un tesoro
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Pero ¿no podría yo contentarte? —Vuelve pues a estar alegre. —¿Alegre? —preguntó como admirada—; ¿y lo estarás tú también? —Sí, sí.
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Mi brazo oprimió suavemente el suyo, desnudo de la muselina y encajes de la manga; su mano rodó poco a poco hasta encontrarse con la mía;
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—Por María, que te… —Ama tanto —concluí yo, tomando entre mis manos las suyas que con su ademán confirmaban su inocente súplica.
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—¿Temor de qué? —De que tú me ames menos, menos que yo. —¿Por eso? Entonces el engañado eres tú.
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—Sí, María. ¿Y cuáles son las tuyas en pago de tanto bien? —Una sola. —Dila. —Tú la sabes. —Sí, sí; pero hoy sí debes decirla. —Que me ames siempre así —respondió, y su mano se enlazó más estrechamente con la mía.
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¿Ves este rosal recién sembrado? Si me olvidas, no florecerá; pero si sigues siendo como eres, dará las más lindas rosas,
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Antes sólo pensaba yo en ellas, y después… —¿Después? —Las olvidé por ti.
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Mira —me dijo mostrándome el valle tenebroso—; mira cómo se han entristecido las noches: cuando vuelvan las de agosto ¿dónde estarás ya?
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¡El ave negra!
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¿Qué haré? Dime, dime qué debo hacer para que estos años pasen.
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y yo nada podré olvidar… me dejas aquí, y recordando y esperando voy a morirme.
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he debido prestarme a llevar en mí este afán y angustia que me atormentan, porque a tu lado se convertía eso en algo que debe ser la felicidad… Pero te vas con ella, y me quedo sola… y no volveré a ser ya como antes era… ¡Ay! ¿para qué viniste?
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Mientras enjugaba yo sus últimas lágrimas, besaban por vez primera mis labios las ondas de cabellos que le orlaban la frente, para perderse después en las hermosas trenzas que se enrollaban sobre mis rodillas.
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Mi corazón iba diciendo un adiós a cada uno de esos sitios, a cada árbol del sendero, a cada arroyo que cruzaba.
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menos tímidos al fin sus ojos ante los míos, para dejarme ver en ellos su alma a trueque de que le mostrase la mía…
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«Yo sé que no puede faltar mucho para que yo te vea», me había contestado: «desde ese día ya no podré estar triste: estaré siempre a tu lado… No, no; nadie podrá volver a separarnos».
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Si no hubieran interrumpido esa felicidad, yo habría vivido para ti.
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»Pero ¿a qué afligirte diciéndote todo esto? Si vienes, yo me alentaré; si vuelvo a oír tu voz, si tus ojos me dicen un solo instante lo que ellos solos sabían decirme, yo viviré y volveré a ser como antes era. Yo no quiero morirme; yo no puedo morirme y dejarte solo para siempre.»
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Mi voz, mis caricias, mis ojos que tan dulcemente habían sabido conmoverla en otros días ¿no serían capaces de disputársela al dolor y a la
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muerte?
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Era la muerte que me hería… Ella, tan cruel e implacable, ¿por qué no supo herir?…
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¡el silencio sordo a mis gemidos, la eternidad muda ante mi dolor!