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La conciencia individual aparecía bruscamente, sin motivo aparente, en mitad de las razas animales; no cabía duda de que precedía ampliamente al lenguaje.
La tradicional lucidez de los depresivos, descrita a menudo como un desinterés radical por las
preocupaciones humanas, se manifiesta ante todo como una falta de implicación en los asuntos que realmente son poco interesantes. De hecho, es posible imaginar a un depresivo enamorado, pero un depresivo patriota resulta inconcebible.
Había visto el cráneo sucio de tierra, con
las órbitas vacías, del que colgaba una melena blanca. Había visto las vértebras desparramadas, mezcladas con la tierra. Había comprendido.
Los hombres no hacen el amor porque estén enamorados, sino porque están excitados; me hicieron falta años para comprender un hecho tan obvio y tan simple.
Hoy pensamos que hay una época de la vida en la que uno sale y se divierte; después aparece la imagen de la muerte.
En la primera esfera estaba el ser y la separación; en la segunda esfera estaba el no ser y la desaparición individual.
El deseo y el placer, que son fenómenos culturales, antropológicos, secundarios, no explican a fin de cuentas la sexualidad; lejos de ser factores determinantes, están sociológicamente determinados. En un sistema monógamo, romántico y amoroso, sólo pueden alcanzarse a través del ser amado, que en principio es único. En la sociedad liberal en la que vivían Bruno y
Christiane, el modelo sexual propuesto por la cultura oficial (publicidad, revistas, organismos sociales y de salud pública) era el de la aventura. Dentro de un sistema así, el deseo y el placer aparecen como desenlace de un proceso de seducción, haciendo hincapié en la novedad, la pasión y la creatividad individual (cualidades por otra parte requeridas a los empleados en el marco de la vida profesional). La desaparición de los criterios de seducción intelectuales y morales en provecho de unos criterios puramente físicos empujaba poco a poco a los aficionados a las discotecas para parejas a un
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La desgracia sólo alcanza su punto más alto cuando hemos visto, lo bastante cerca, la posibilidad práctica de la felicidad.
la vida se caracteriza por grandes zonas de confuso aburrimiento, la mayor parte del tiempo es especialmente triste; y de pronto aparece una bifurcación, y resulta que es definitiva.
Los elementos de la conciencia contemporánea ya no están adaptados a nuestra condición mortal. Nunca, en ninguna época y en ninguna otra civilización, se ha pensado tanto y tan constantemente en la edad; la gente tiene en la cabeza una idea muy simple del futuro: llegará un momento en que la suma de los placeres físicos que uno puede esperar de la vida sea inferior a la suma de los dolores (uno siente, en el fondo de sí mismo, el giro del contador; y el contador siempre gira en el mismo sentido). Este examen racional de placeres y dolores, que cada cual se ve empujado a hacer tarde o temprano,
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en general, los suicidios de la gente mayor, que son los más frecuentes, nos parecen hoy en día perfectamente lógicos.
En parte, claro, porque todos están un poco hartos de la vida; pero sobre todo porque nada, ni siquiera la muerte, les parece tan terrible como vivir en un cuerpo menoscabado.
No había sido más capaz de amar que sus padres antes que él.
Los niños soportan el mundo que los adultos han construido para ellos, intentan adaptarse a él lo mejor que pueden; lo más normal es que al final lo reproduzcan.
Si uno ya no cree en la vida eterna, ya no hay religión posible. Y si la sociedad es imposible sin religión, como pareces pensar tú, entonces tampoco hay sociedad posible. Me recuerdas a esos sociólogos que creen que el culto a la juventud es una moda pasajera nacida en los años cincuenta, que tuvo su apogeo en los años ochenta, etc. La verdad es que el hombre siempre le ha tenido pánico a la muerte, nunca ha podido enfrentarse sin terror a la perspectiva de su propia desaparición, ni siquiera de su propio declive. Es obvio que de todos los bienes terrenales, el más preciado es la juventud; y
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El aparato experimental era interesante, y contradecía claramente la hipótesis clásica de la reproducción sexual como motor de la evolución; pero de todos modos aquello sólo tenía un interés anecdótico. Cuando se descifrara del todo el código genético (y eso sólo era cuestión de meses), la humanidad estaría en condiciones de controlar su propia evolución biológica; la sexualidad aparecería entonces como lo que realmente es: una función inútil, peligrosa y regresiva.
Ningún poder económico, político, social o religioso es capaz de enfrentarse a la evidencia de la certeza racional.
fin de cuentas, Occidente ha terminado sacrificándolo todo (su religión, su felicidad, sus esperanzas y, en definitiva, su vida) a esa necesidad de certeza racional. Es algo que habrá que recordar a la hora de juzgar al conjunto de la civilización occidental.
«Lo que decide el valor de una religión es la calidad de la moral que permite fundar.»
En materia de religión, me parece imposible hablar desde un punto de vista exclusivamente moral; sin embargo, Kant tiene razón cuando afirma que hay que juzgar al propio Salvador de la humanidad según los criterios universales de la ética. Pero he llegado a pensar que las religiones son, ante todo, tentativas de explicar el mundo; y ninguna tentativa de explicar el mundo se sostiene si choca con nuestra necesidad de certeza racional. La prueba matemática y el modo experimental son experiencias definitivas de la conciencia humana.
Sin embargo, sabía desde mucho tiempo atrás que la metafísica materialista, después de acabar con las creencias religiosas de los siglos precedentes, había sido destruida por los últimos descubrimientos de la física.
El mundo es igual a la suma de conocimientos que tenemos sobre él.
Será la nada del ser individual.
Uno puede enfrentarse a los acontecimientos de la vida con humor durante años, a veces muchos años, y en algunos casos puede mantener una actitud humorística casi hasta el final; pero la vida siempre nos rompe el corazón. Por mucho valor, sangre fría y humor que uno acumule a lo largo de su vida, siempre acaba con el corazón destrozado. Y entonces uno deja de reírse. A fin de cuentas ya sólo quedan la soledad, el frío y el silencio. A fin de cuentas, sólo queda la muerte.»
En una ontología de los estados las partículas eran indiscernibles, y uno debía limitarse a calificarlas mediante un número observable.

