Pese a que México había dejado de ser una colonia y no ocupaba ya un sitio en el orden supranacional del imperio español, no era todavía una nación: formaba, hasta por su accidentada geografía, un mosaico de pequeños pueblos, comunidades y provincias aisladas entre sí, sin noción de la política, menos aún de la nacionalidad, y gobernadas por los hombres fuertes de cada lugar.

