Siglo de caudillos (Edición revisada): Biografía política de México (1810-1910) (Maxi) (Spanish Edition)
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El tlatoani (o emperador) azteca era, si no un dios, sí una encarnación divina ante la cual los hombres no tenían siquiera el derecho de alzar la mirada. Verlo cara a cara conducía a la muerte. Tal temor y temblor ante el uno pasaron intactos a la época colonial transferidos a conquistadores, encomenderos, «caciques» o «mandones» –como se les llamaba–, virreyes y hacendados.
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por tres siglos el orden tradicional mexicano semejó una vasta pirámide de obediencia, aquiescencia, sumisión, casi siempre suave, casi nunca impuesta o violenta.
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Juárez bautizaba la nueva legitimidad legal con aguas extraídas del antiguo pozo de los tlatoanis aztecas o, de modo más específico, de sus suaves, severos, melancólicos antecesores zapotecos.
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Juárez, México adquirió la forma política de un extraño compromiso histórico entre el pasado y el futuro: una monarquía con ropajes republicanos, pero dotada de libertades cívicas y garantías individuales impensables durante la época virreinal.
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Fue casi una guerra de religión, sin precedentes en la historia latinoamericana. Se llamó, con toda propiedad, Guerra de Reforma (1858-1861). México se había independizado de España pero no del orden colonial, porque el lugar histórico de la Iglesia católica seguía siendo central.
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Juárez no sólo acaudilló al país durante la Reforma. También lo hizo durante una guerra decisiva, la de la Intervención Francesa (1862-1867).
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Juárez murió en el poder y la gloria. Aquél fue su religión, ésta su premio. Quizá no la merecía al grado de deificación en que se le ha otorgado. Tampoco sus enemigos merecieron el infierno al que siguen condenados.
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Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!»,
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El propio Porfirio Díaz constituía el mejor ejemplo de este extraño compromiso: formalmente era el presidente de una república representativa, democrática y federal; en la práctica, era el dictador paternal de una monarquía absoluta, centralizada y vitalicia … como la que muchos conservadores habían añorado y buscado durante todo el siglo xix.
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A despecho de la historia triunfante, México no sería nunca un país liberal. A despecho de la versión derrotada, México no sería tampoco un país conservador. Sería –sigue siendo– un país en permanente conflicto entre la tradición y la modernidad: orientado hacia ésta, arraigado en aquélla.
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Si aquel proyecto democrático no triunfó plenamente fue debido a tres poderosas razones: ante todo, a la intolerancia y la ceguera de la Iglesia y los conservadores; a la falta de una base social (una clase media significativa) que sustentara el programa liberal, y al papel de los dos místicos del poder –Juárez y Díaz– que decidieron posponer la democracia y adoptar el esquema político conservador bajo formas liberales.
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Hidalgo no era un republicano o un liberal en potencia. No tenía proyectos políticos de alternativa claros a los cuales asirse. Era un criollo educado en la monarquía, atrapado en ella, aunque recelara del tiránico y despótico gobierno español, que históricamente había «tenido esclavizada a la América por trescientos años … [y] calificado a los americanos de indignos de toda distinción y honor». Atrapado en la tensión entre pasado y futuro, Hidalgo quería las dos cosas –monarquía y libertad– y al entrever que las dos cosas podían ser excluyentes se abandonó a la «pompa regia», vivió con ...more
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este célebre corifeo no hizo otra cosa que poner una bandera con la imagen de Guadalupe y correr de ciudad en ciudad con sus gentes sin haber indicado siquiera qué forma de gobierno quería establecer.»
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Uno de sus subalternos, llamado Félix Fernández, llegó al extremo de cambiar su nombre por el de Guadalupe Victoria. Con el tiempo, sería el primer presidente de la República Mexicana.
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Según el Plan de Iguala, el ejército unificado de ambos caudillos se llamaría «trigarante» porque garantizaría tres principios fundamentales: la unión entre todos los grupos sociales, la exclusividad de la religión católica y la absoluta independencia respecto de España.
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Pese a que México había dejado de ser una colonia y no ocupaba ya un sitio en el orden supranacional del imperio español, no era todavía una nación: formaba, hasta por su accidentada geografía, un mosaico de pequeños pueblos, comunidades y provincias aisladas entre sí, sin noción de la política, menos aún de la nacionalidad, y gobernadas por los hombres fuertes de cada lugar.
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Frente a la tradición, Mora predicaba libertad y Alamán fidelidad. Esto los llevaría a quebrar lanzas por la mayor de las tradiciones mexicanas: la Iglesia.
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natural: la administración de las almas entre sí y con Dios. Este programa se sustentaba en gran medida en las ideas de Mora. Su idealismo constitucional de la década anterior lo había convencido de que la vía mexicana al progreso no estaba en garantizar la libertad individual mediante las leyes, sino en reformar a la sociedad desde su base para que la libertad individual adquiriese algún significado.
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¿Para la guerra? No somos. ¿Para gobernar? No sabemos. Luego, ¿para qué seremos?
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Sus detractores de entonces y después olvidaban que Santa Anna se ofreció como voluntario para dirigir el ejército, cuando pudo quedarse apoltronado en la silla presidencial.
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Alamán había presidido con gran éxito un gobierno paternal y ordenado: el del Ayuntamiento de la ciudad de México, institución de vieja raigambre española que Hernán Cortés había establecido tras la conquista. Al ocupar su sitial en el Ayuntamiento, Alamán pudo sentir que encarnaba aquellos tiempos: