La operación había sido una cosa perfecta. A la caída de la tarde sólo quedaban unos montoncitos de paja humeantes y dos o tres chicos despanzurrados por el primer cañonazo. Plumas de gallinas volteando en el aire y pieles de cordero —festín de moscas— clavadas en palos cruzados. Donde estuvo la kábila, olía a yute de los mil y un sacos terreros que formaban el parapeto; olía a carne asada, a caballos y a soldado. Ese olor de soldado sudoroso con piojos en cada pliegue de su uniforme.




